Macri, el enigma
Aquienes tenemos los suficientes años como observadores del devenir político de nuestro país, nos suscita curiosidad no ya la asunción de Mauricio Macri como presidente, sino también su permanencia con los niveles de aceptación popular que hoy ostenta.
En efecto, sus pronósticos económicos fueron equivocados, sus objetivos sociales incumplidos (entre ellos, la pobreza cero, la prometida ocupación creciente, la inflación dominada, la inversión tanto doméstica como externa materializada). No obstante, no está dicha la última palabra con miras a 2019.
Ante esta realidad, nadie hubiese dado un centavo por su permanencia en el poder por ser un presidente no peronista, a la luz de lo que fue la tradición política argentina luego de 1955, más precipitadamente desde la caída de Frondizi en 1962. ¿Qué hay, entonces, en esta realidad, o qué se oculta detrás de los hechos que nos pueda proporcionar una explicación plausible?
Sin ser politólogo ni sociólogo, me atrevo a exponer mi modesta opinión.
La etapa kirchnerista, sobre todo la última, saturó a gran parte del pueblo argentino por su modo autoritario, si no despótico, de ejercer el poder.
Esto quiere decir que las formas impactaron de una manera sustancial y desfavorable en el espíritu y en la conciencia de la gente, en su mayoría. Esta forma de ejercer el poder sin ningún tipo de concesión configura una modalidad de la violencia.
Durante el siglo 20, salvo Alemania, Rusia, Italia y, en alguna medida, Rumania, ningún otro país había sufrido una dictadura como Argentina. Esta tragedia hizo que los argentinos, por razones que merecerían otro estudio, estemos llenos de culpa.
José Saramago expresa que Jesús sufría la culpa de haber sobrevivido a la matanza de niños en Belén, por eso quizá propiciaba la no violencia, y porque la culpa en definitiva es vergüenza y no precisa causa eficiente propia.
Esa culpa los argentinos la purgamos con un deseo irreprimible de paz social, diálogo, respeto, convivencia pacífica y, por añadidura, no violencia en cualquiera de sus formas, aun la más solapada, como es el autoritarismo.
Había que deshacerse, entonces, de un gobierno que evocaba esos rasgos permitiendo que las heridas, en vez de cicatrizar, aún sangraran.
Aparece entonces Macri como la figura que podía desplazar al gobierno que se rechazaba. Quizá no era el ideal, pero era el único instrumento político a mano.
Tengo para mí que el común de la gente no se detenía en el programa económico del candidato, entre otras cosas porque este no lo tenía.
Piénsese que el discurso incluía sólo dos o tres puntos concretos: salir del default, esperar las inversiones genuinas y, por ende, mayor producción y oferta de bienes, reducir el déficit fiscal y promover las exportaciones con un dólar competitivo y apertura al mundo.
Con eso y algo más, saldríamos a flote y nos enderezaríamos hacia una navegación tranquila. Nada de ello ocurrió hasta el presente, pese a lo cual el Presidente aún sigue siendo electoralmente competitivo.
A mi juicio, esto es porque Macri no es autoritario, si tiene soberbia no la exhibe, se equivoca y se corrige, no agravia ni individual ni colectivamente y, como si fuera un muchacho adolescente, dice creer en el porvenir, aun cuando los hechos no vayan en su ayuda.
Hay algo de inocencia en este comportamiento, sea auténtico o simulado, pero el argentino medio, aquel que paradójicamente hoy es víctima de sus políticas, en gran parte le cree.
Si se piensa en la época de los gobiernos de facto, en sus discursos y en las personas que los acompañaron, algunos dirán que en mucho se asemeja al presente gobierno, en extracción social e imagen.
Pero eso es un espejismo capcioso y oportunista si se observa lo disímil de los procedimientos.
La realidad es distinta: ninguna corporación fue en socorro de Macri y en apariencia este ya no la espera. Como el automóvil que sale solo de la banquina, el Presidente espera que, si vuelve a rodar por la carretera, aquellos que lo acompañan olviden el sofocón y, quién sabe, ¿por qué no?, lo aplaudan como al más eximio de los conductores.
Por otra parte, ¿qué más da si nos salvamos de volcar en el derrape y si, al volver a la carretera, quien conduce el vehículo no es el pasado ni el presente, sino un nuevo conductor con más oficio, compenetración con la cosa pública y más encarnadura política?
La baraja se está mezclando y nadie sabe a quién “le toca” el as de espadas. A la Argentina, de suyo, le está faltando una tercera fase que sintetice lo bueno y excluya lo malo de los procesos democráticos que hemos tenido desde 1945 hasta hoy.
A LA ARGENTINA LE ESTÁ FALTANDO UNA TERCERA FASE QUE SINTETICE LO BUENO Y EXCLUYA LO MALO DE LOS PROCESOS DEMOCRÁTICOS.
* Exministro de Gobierno provincial, exjuez federal