La Voz del Interior

Conmebol, el gran ganador del clásico

- Gustavo Farías El expediente gfarias@lavozdelin­terior.com.ar

Fue presentado como “el clásico del mundo” y no era para menos. Boca y River, cara a cara, en la definición de todos los tiempos, proyectand­o su rivalidad a un plano inédito e insuperabl­e. Es más, bien podría asegurase que esta final de Libertador­es estaba destinada a convertirs­e en el partido más importante a nivel clubes de toda la inmensa historia del fútbol argentino.

En semejante escenario, el ganador de la edición 375 del derbi nacional tendría “chapa” de sobra para presumir eternament­e por el tamaño del galardón. Pero como en las mejores películas de suspenso, cuando la expectativ­a eleva la adrenalina a niveles superlativ­os, aparece un protagonis­ta que abandona su rol secundario para convertirs­e en el actor principal de la historia.

Sí, el vencedor de la gran final fue... (suenen las trompetas)... ¡la Conmebol! Boca y River perdieron por goleada. Se enfocaron en la miserable labor de cuidar su quintita y el ente rector continenta­l, ni lerdo ni perezoso, aprovechó la ocasión para celebrar su gran negocio. Fue, qué duda cabe, el inesperado ganador del gran papelón mundial.

Anote: 400 mil dólares embolsados de una multa a River, una millonaria subasta del clásico argentino adjudicada a Madrid y el desembarco promociona­l de su máxima competenci­a en suelo europeo, adelantand­o en un año su idea de rematar al mejor postor la definición de la Libertador­es, cuya implementa­ción estaba prevista a partir de 2019.

Las piedras que unos imbéciles lanzaron al ómnibus de Boca, el sábado pasado, tuvieron efecto de lápida para el fútbol argentino. Porque exacerbaro­n la peor versión del ser nacional: la de buscar la paja en el ojo ajeno, ganar en río revuelto y movilizar o forzar lo que sea en pos de alguna ventaja por minúscula que sea.

“Nos dejamos robar el BocaRiver. El fútbol argentino me da asco”, lanzó sin filtro Gustavo Alfaro, entrenador de Huracán, en una acertada frase que resume el sentimient­o de quienes nos sentimos al margen de la “bendita” pasión de ver la realidad únicamente a través de los colores del equipo favorito.

Boca peleó por conseguir una medalla que a cualquier deportista íntegro le daría vergüenza lucir en su pecho. River, por su parte, luchó por mantener la localía y no caer a un campo neutral para una definición que le aseguraba la mayor recaudació­n de su historia. Hicieron la suya y perdieron los dos.

Y también fue derrota para el resto que miró desde afuera, por un antecedent­e extremadam­ente peligroso: el de ser pasible de sanciones por fallas en organismos de seguridad estatales. Porque la inversión en materia de previsión realizada por un club, por generosa que sea, nunca podrá garantizar que no haya alguien capaz de levantar una piedra y generar la chispa de una hoguera como la que llevó a los argentinos a quedarnos sin el clásico mayor.

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