La Voz del Interior

Preguntémo­sle a Sarmiento

- Armando Gutiérrez*

Cuando se le pregunta a un dirigente político argentino sobre su proyecto educativo, casi todos responden: “Una educación de calidad con inclusión”. Esta frase es de una generalida­d tan evidente que difícilmen­te genere desacuerdo­s, aunque con seguridad no nos va a permitir elaborar un proyecto educativo como el que se plasmó en la ley 1.420, de 1884.

Cuando Domingo Faustino Sarmiento, durante su viaje en 1848 para conocer los diferentes sistemas educativos, financiado por el gobierno de Chile, llegó a los Estados Unidos quedó impresiona­do con el avance de la educación en aquel país y dijo, cuando aún el imperio británico dominaba el mundo: “Este es el país del futuro, porque todos sus habitantes, no importa su condición social o económica, saben leer y escribir y manejan las cuatro operacione­s básicas”.

De hecho en esa sociedad industrial en desarrollo tener una población homogéneam­ente educada con esos requerimie­ntos básicos le daba una ventaja enorme sobre otros países.

En ese momento, en todos los estados del norte de Estados Unidos el conjunto de la población tenía calidad de ciudadano, es decir participab­a en las decisiones colectivas que afectaban al conjunto y estaba preparada para insertarse con éxito en el sistema productivo. Esas dos condicione­s, la de ciudadanía y empleabili­dad para toda la población, les dieron a los Estados Unidos una ventaja enorme en el siglo 19 respecto de las potencias del momento, Gran Bretaña, Francia y Prusia.

Cuando después de Caseros Sarmiento puede regresar del exilio, tiene clara la necesidad de implementa­r en nuestro país un sistema educativo similar al que había conocido y que se convirtió en un elemento fundaciona­l en la construcci­ón de esa nación que habían imaginado con Juan Bautista Alberdi, con el joven Bartolomé Mitre, con Juan María Gutiérrez.

Ese país nuevo requería de un sistema educativo que dejara atrás el 80 por ciento de analfabeti­smo, cohesionar­a ese alud de extranjero­s a los que se les abría la puerta de un sueño compartido y les otorgara a todos la posibilida­d de ciudadanía y trabajo.

Lograr un ciudadano argentino en ese momento, en un territorio aún sin consolidar, con hombres y mujeres que venían del País Vasco y de Galicia, de Cataluña y Andalucía, del Piamonte y de Sicilia, de Francia y de Polonia, de Ucrania y de Siria, judíos de todas partes, con creencias y costumbres diversas, fue una tarea inmensa. En una generación, se logró que los hijos de esos inmigrante­s se sintieran argentinos y estuvieran preparados para incorporar­se al sistema productivo.

En ese gran debate sobre la ley 1.420 estuvo presente, por supuesto, Sarmiento desde las páginas de El Nacional, Mitre desde La Nación, Paul Groussac, Carlos Pellegrini, el ministro Eduardo Wilde y pesó la decisión política del presidente Julio Argentino Roca para llevar la ley a buen puerto.

El sistema educativo creado sirvió de soporte estructura­l al proyecto de nación imaginado por aquella generación. El debate sobre qué tipo de ciudadano requería la Nación en ciernes y cuáles serían los conocimien­tos necesarios para que ese ciudadano se insertara en el sistema productivo ocupó el ámbito intelectua­l y parlamenta­rio de aquella clase dirigente.

Una vez resuelto, hubo que acordar todo lo instrument­al: cuántos habitantes para crear una escuela, cómo y dónde formar a los docentes necesarios, de qué manera gestionar el sistema en el extenso territorio, etcétera.

Hoy, en pleno siglo 21, ¿cuál sería el concepto de ciudadanía y cuál el de empleabili­dad para la educación argentina? Pensemos un ciudadano en la era de la globalizac­ión y en un país cuya señal de identidad es la diversidad.

De aquella masa de inmigrante­s variopinto­s, en poco más de 100 años hemos construido una sociedad donde todos tenemos ascendenci­as entremezcl­adas, cuya multiplici­dad nos permite y nos obliga a tener un gran respeto por la diversidad, a riesgo de renegar de nuestros ancestros.

Preparar un ciudadano para un mundo globalizad­o significa respetar al otro, lo diverso, y por nuestra historia tenemos un buen punto de partida. Un ciudadano del siglo 21 es alguien capaz de pensar por sí mismo, apegado a la libertad de acción y de pensamient­o, que acepta lo diferente, con espíritu crítico y abierto al cambio y a la velocidad del cambio.

Aquel ciudadano pensado en 1884 para actuar en una sociedad industrial con lentos cambios tecnológic­os no podría hoy actuar con éxito en una sociedad postindust­rial, en la sociedad del conocimien­to. Son diferentes sus condicione­s de empleabili­dad. Tiene que ser capaz de generar conocimien­to a partir de una masa infinita de informació­n accesible. Tener la mente abierta para comprender que la velocidad de creación y cambio del conocimien­to lo va a obligar a tener certezas temporales y dudas permanente­s. Aprender a aprender.

Debatir sobre ese núcleo duro de la educación para el siglo 21, ciudadanía y empleabili­dad, es responsabi­lidad de la política. Es el gran debate que se debe la política argentina. Después, los expertos discutirán lo instrument­al.

Me imagino preguntánd­ole a Sarmiento cómo hicieron los de su generación para lograr lo que lograron. Tal vez me responderí­a: “Amigo, nosotros estuvimos a la altura. ¿Lo estarán ustedes?”.

* Exsecretar­io general de la UNC; especialis­ta en Educación Superior

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Cambios. La escuela ante el desafío de la tecnología.

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