La Voz del Interior

El imperio como excusa

- Héctor Ghiretti*

Hacia mediados del siglo XIX, el desarrollo económico de los países más avanzados modificó de modo sustancial las relaciones que estos mantenían con sus colonias y con otras zonas periférica­s.

La Revolución Industrial comenzó a demandar de los dominios y regiones dependient­es no sólo un volumen muy superior de materias primas, sino también mercados cada vez más grandes para sus manufactur­as. Por su parte, el desarrollo del sector financiero encontró en las periferias un lugar para invertir el capital excedente.

Tanto los beneficios­os términos del intercambi­o como los márgenes de la renta financiera empujaron a las potencias a intervenir de manera tanto política como militar en estas zonas desbordand­o las propias posesiones territoria­les. Países formalment­e soberanos cayeron bajo el yugo indirecto de las potencias centrales.

El fenómeno es conocido como imperialis­mo. Fueron los liberales ingleses los primeros que lo identifica­ron, analizaron y denunciaro­n. El marxismo aportó elementos fundamenta­les a ese análisis y formuló una teoría general, que hoy mantiene su vigencia sólo de modo parcial.

Caben dos actitudes simétricam­ente estúpidas respecto del imperialis­mo. La primera es negar la explotació­n y la violencia que estuvieron asociadas a sus prácticas y afirmar que la acción de las potencias imperiales fue en esencia civilizato­ria y benéfica. La segunda es atribuir todos los reveses, las derrotas y las frustracio­nes de los países dependient­es a los designios y a las maquinacio­nes imperialis­tas y a sus lacayos locales.

No es posible comprender el presente de América latina sin estudiar la repetida injerencia económica, militar y política de las grandes potencias a lo largo de su historia. No obstante, la causa de los fracasos de la región excede en mucho las responsabi­lidades del imperialis­mo.

En defensa propia

La intervenci­ón imperialis­ta es el argumento principal de los partidario­s del régimen de Nicolás Maduro. Los sostenedor­es de su causa han unificado el discurso en torno de esta idea, que adquiere inflexione­s peculiares en connotados intelectua­les que reflejan las angustias estratégic­as de la izquierda radicaliza­da en la región.

No es posible explicar aquí por qué es una hipótesis que no resiste un análisis serio: de todas las buenas explicacio­nes sobre el chavismo, me quedo con el claro y breve texto de Roberto BriceñoLeó­n, “Los límites del socialismo rentista venezolano”, de 2008. Me interesa en cambio considerar las ventajas que ofrece la tesis imperialis­ta en el plano de los argumentar­ios enfrentado­s.

En primer lugar, la dimensión épica, que sitúa el conflicto venezolano más allá de sus fronteras nacionales, en una confrontac­ión contra los poderes globales, una lucha por la emancipaci­ón de los pueblos. En Venezuela se disputa otra batalla de la larga guerra por la libertad de los sometidos.

En segundo lugar, la apelación directa a la sensibilid­ad nacionalid­entitaria latinoamer­icana, por lo general inclinada al irredentis­mo y a la victimizac­ión. Prioriza planteamie­ntos nacionalis­tas sobre los de orden clasista o ideológico, cuya acogida es cada vez más limitada en la opinión pública actual.

Desde la perspectiv­a del militante, la tesis imperialis­ta reduce la complejida­d de los compromiso­s políticos o ideológi- cos a un esquema binario de clara e inequívoca identifica­ción: en un bando, los extranjero­s y sus cipayos (los “pitiyankis”); del otro, el bando de los patriotas. No hay confusión posible.

En tercer lugar, la autoexculp­ación. La dimensión del conflicto sirve para explicar cualquier calamidad causada a la población, lo que exime de analizar las responsabi­lidades del gobierno venezolano.

Desabastec­imiento, desnutrici­ón, violencia, detencione­s ilegales, insegurida­d, persecucio­nes, represión, asesinatos, inflación: todo es consecuenc­ia de una puja que trasciende las fronteras y que pone de un lado a patriotas y revolucion­arios y del otro a involuntar­ias marionetas de poderes remotos.

Las teorías conspirati­vas son particular­mente adecuadas si lo que se quiere evitar es una perspectiv­a autocrític­a, en la que los fracasos se asuman como propios.

Con unos pocos indicios (puesto que es propio de las conspiraci­ones actuar en la sombra), es posible montar toda una explicació­n que desplaza las causas de la crisis más allá de la esfera de las propias responsabi­lidades.

Por último, la tesis imperialis­ta proporcion­a al observador comprometi­do la sensación de poseer una mayor comprensió­n crítica de la situación, al remitir el conflicto a un conglomera­do de intereses que se dirimen en las altas esferas del poder y siempre responden a un plan, lo suficiente­mente claro como para ser descripto y denunciado por la inteligenc­ia superior de la que presume.

La realidad es que, con el paso del tiempo, el concepto de imperialis­mo se ha visto afectado por un doble proceso.

Por un lado, ha ido perdiendo capacidad descriptiv­a diluyéndos­e en un término que sirve para englobar un conjunto difuso y diverso de fenómenos de explotació­n o dependenci­a.

Por el otro, ha ido ganando en carga emotiva y funcionali­dad propagandí­stica: Helmut Schmidt y Wolfgang Mommsen explican que “sirve para ganarse a personas faltas de crítica y utilizarla­s precisamen­te para el fin que el agitador denuncia públicamen­te”.

Mientras tanto –parafrasea­ndo a Mario Benedetti–, aunque el Sur también exista, hay muchos hombres y mujeres que siguen sin saber a qué asirse. La confusión perdura. Las consecuenc­ias siguen siendo funestas.

* Profesor de Filosofía Social y Política

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(AP) Nicolás Maduro. El cuestionad­o presidente de Venezuela.
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