La Voz del Interior

Modelo para leer

- Enrique Orschanski* Pensar la infancia

Nuestro primer encuentro fue en el hospital. La madre traía a dos de los cuatro hijos, que no dejaban de toser. De ella recuerdo su rostro pálido y una mirada de profunda tristeza.

En la siguiente consulta, vinieron todos: la madre, los hijos y el padre, un hombre fornido y sonriente que se presentó como “orgulloso cartonero”.

Aquella fue una consulta de las que nos alegran el trajín médico. Ese grupo, sólidament­e unido por el afecto, me regalaba la posibilida­d de conocer a cada hijo; una personalid­ad diferente dentro del modelo familiar fresco y auténtico. El padre festejaba cada intervenci­ón sin descuidar a su esposa, que no abandonaba la melancolía.

Nos seguimos encontrand­o, a veces con uno y más hijos. No siempre por enfermedad; nuestra relación avanzaba en episodios que incluían confesione­s y acuerdos de crianza comunes en la labor pediátrica. Estoy convencido de que yo siempre fui el más beneficiad­o por esas reuniones.

Y un día el padre llegó solo; no sonreía como siempre. Venía a contarme que su esposa no resistía las drogas que, desde hace tiempo, recibía por una enfermedad maligna. Aligeró la charla contando anécdotas de los chicos, de él, de su trabajo; y recién en el abrazo de despedida pudo llorar. Quedaba poco tiempo.

Recuerdo el sepelio como un mal sueño. Un grupo de amigos (al que me sumé sin permiso), algunas flores blancas y ninguna palabra de despedida. Los hijos eran un racimo pegado al padre, mostrando que no podían perder a nadie más. Él los cubría con sus enormes brazos; nada ni nadie en este mundo podría separarlos.

Ayudame, doc

Una fiebre inocente del más pequeño los devolvió al consultori­o. Era fácil adivinar que se escondía otro motivo. “Doc, ayudame a criar a los chicos”, dijo él, sosteniend­o la mirada.

Desde ese día, planeamos reuniones para hablar y acordar horarios, comidas, juegos y límites; algo normal en cualquier familia, pero con la sombra de una ausencia.

Hasta que llegamos a lo que considerab­a importante: los libros. Tremendos chicos criados en ese nido no podían quedar afuera del placer liberador de la lectura.

Le propuse una idea y, para mi sorpresa, quedó en silencio; ese no era su estilo luchador. Le llevó instantes confesar: “No sé leer, doc”.

La frase, breve y al mentón, sólo consiguió aumentar mi respeto por aquel hombre.

Sin demoras, decidimos un plan de emergencia, mientras un amigo comenzaría a enseñarle a él.

Conseguimo­s libros para esa misma noche. En su casa, y antes de dormir, abriría uno y ‘actuaría’ para sus hijos la lectura de un cuento. “No se trata de engañarlos –dije–, sino de que aprendan el modelo”.

Emociona recordar el apuro con que salió del consultori­o aquella tarde.

Semanas después, quiso contarme la experienci­a; ya antes de hablar se lo notaba contento. Dijo que cada noche tomaba un libro, fingía leerlo e inventaba una historia –cualquiera– que recordaba o se le ocurría.

Al principio, “le salían” historias simples, con pocos personajes; pero con el tiempo descubrió que podía crear fantasías largas y complejas. Los chicos –decía– lo miraban absortos, dejándose encantar por cada relato, hasta que el sueño los vencía.

Algunas noches, la niña –la más astuta– le giraba el libro que él tomaba al revés.

Aquel día recitó casi sin respirar el abecedario de memoria y me mostró que dominaba la letra de imprenta. Dijo que todavía prefería inventar, no leer; los cuentos seguían siendo imaginados, porque las ideas le brotaban "sin parar”. Y el tiempo pasó.

En la última consulta, contó que ya leía de corrido, que visitaba una biblioteca y que los hijos mayores también leían sus propios libros antes de dormir. La última frase la guardo para cuando creo estar ante alguna dificultad: “Si yo pude, doc…”.

* Médico

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Lectura. Un placer que pueden compartir grandes y chicos.

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