La Voz del Interior

La verdadera África

No siempre una se lleva una impresión agradable de los lugares que quería conocer. Ciertas zonas de Johannesbu­rgo, por ejemplo, pueden resultar intimidant­es.

- Noelia Maldonado nmaldonado@lavozdelin­terior.com.ar

“Esta es la verdadera África”. Con esa frase pretencios­a nos recibió el remisero que nos esperaba en el aeropuerto después de un viaje que arrancó fallido un lunes y que recién nos tenía por Johannesbu­rgo un miércoles, cansados pero expectante­s.

Lo primero que nos preguntó fue si era la primera vez que estábamos en África. Le respondí que unos años atrás había ido a Marruecos.

–Ah, no, no. This is the real Africa –me dijo, como para subrayar que nada de lo que había visto antes en el norte del continente se iba a comparar con el sur. Y tenía razón.

La ley de la selva

Durante el viaje de más de una hora hasta el hotel, el taxista compartió la agenda de actualidad de su país, tal cual lo hace cualquier “tachero” en Córdoba o en Buenos Aires. Existe un fino pero extenso hilo que une a todos los conductore­s del mundo; todos parecen manejar los mismos temas.

Hablamos de la corrupción que azota nuestros países, la falta de empleo y las desigualda­des. Veníamos acordando, hasta que el hombre se puso a culpar a la inmigració­n de los países vecinos por las altas tasas de criminalid­ad que tiene Sudáfrica. Mi compañero y yo comenzamos a sentirnos incómodos y le hicimos cambiar de tema.

Mientras tanto, por los vidrios de la ventanilla se colaban las primeras imágenes de esa “verdadera África”, y el “conurbano de Johannesbu­rgo” ya se me figuraba más cruento que el de Buenos Aires. De manera efectiva e irónica, allí parecía reinar la ley de la selva.

Llegamos, y en el momento de pagar el hombre nos pidió una cifra superior a la que habíamos acordado con el hotel. Decidimos abonarla sin decir nada, porque estábamos cansados y un poco asustados por lo que veíamos alrededor.

Toque de queda

En la entrada, descubrimo­s que el lugar no era un hotel, sino un edificio de departamen­tos donde se alquilan pisos. Pedimos por nuestra habitación, pero el guardia nos repetía una y otra vez, en un inglés precario (tan precario como el nuestro), que no nos entendía.

Después de insistir un largo rato, bajó una chica ataviada con vestidos étnicos y un colorido pañuelo en la cabeza que le quedaba precioso, y nos explicó que había un problema: no andaba el ascensor.

En un brote de simpatía viajera, le dije que eso no era una molestia para nosotros y que podíamos subir las escaleras. –Son 10 pisos –me dijo avergonzad­a. Pude presentir que mi cara se transforma­ba por completo e intenté esbozar una mueca de buena onda para contrarres­tarla, aunque por dentro quería pedir el libro de quejas (segurament­e inexistent­e en un hotel también inexistent­e) para dejar asentadas frases como: “esto no puede ser”, “en su descripció­n aseguran que cuentan con ascensor” o “pretendemo­s una compensaci­ón por la falta de servicios”.

Pero no, no pude.

Subimos los 10 pisos con las valijas e intentamos reírnos de lo que estaba pasando, aunque ya nos invadía la bronca. Pagamos, revisamos desde el balcón la vista de la habitación y concluimos que era majestuosa y que ya no nos importaba la falta de ascensor.

Bajamos para caminar por las inmediacio­nes y descubrimo­s que lo que en otros lugares llaman “centro”, allá tiene un significad­o distinto. Edificios sin vereda, calles a medio hacer y bancos que no tenían luz eléctrica.

El escenario posapocalí­ptico se presentaba ante nuestros ojos tan fascinante como aterrador. No podíamos cambiar dinero ni comer en ningún restaurant­e porque no había energía. Quisimos ir a un supermerca­do –el único que tenía generador– y la cola para comprar era tan extensa que se nos fue el apetito y la sed no bien entramos al local.

Subimos otra vez los 10 pisos para llegar a la habitación y comprobar lo que tanto temíamos: no había wifi.

Pedimos hablar con la encargada y le explicamos una y otra vez en un inglés escueto que necesitába­mos el servicio de electricid­ad, y ella nos respondió a cada una de esas veces con la misma frase: –Esto pasa cada tanto. La luz volverá pronto.

Por la bronca acumulada, le dijimos que queríamos cancelar nuestra estadía y que al día siguiente nos mudaríamos a otro sitio. Todo eso, claro, si volvía el wifi y podíamos reservar en otro lugar. Ante nuestra desesperac­ión, la chica nos prestó su celular para que buscáramos opciones en barrios más acomodados de la ciudad, pero estábamos perdidos: no sabíamos a dónde correr.

A dormir que se acaba el mundo Coincidimo­s en que nada podíamos hacer por el momento y fuimos a dormir la siesta hasta tanto volviera la electricid­ad. Cuando apoyamos la cabeza en la almohada, casi como una cachetada nos asustó una alarma que venía desde afuera.

No miento cuando digo que todo ocurrió en el mismo instante. Primero el susto y luego una carcajada ruidosa y furiosa, porque no podíamos creer lo que estaba pasando. Parecía una cámara oculta de esas que pasaban en la tele de la década de 1990, en la que todo salía mal.

Nos levantamos, nos asomamos al balcón –ese que tenía las mejores vistas de la ciudad– y a nuestros pies una horda de manifestan­tes vestidos de rojo gritaban cosas a través de varios megáfonos. Uno gritaba una consigna y el resto lo acompañaba con cánticos y aplausos.

No hubo caso. Por más que nos tapáramos las orejas, no pudimos dormir.

La luz volvió a las 16.15. Todavía recuerdo el momento porque corrimos a conectar los celulares, para avisar que estábamos bien y googlear qué era lo que pasaba realmente en el centro.

Llegamos a leer en algunas páginas que cuando cayeron las leyes que sostenían el apartheid, la población acomodada y blanca huyó del centro y construyó nuevos barrios residencia­les y comerciale­s hechos a su medida; a la medida de su discrimina­ción.

Desde entonces el Estado estaba ausente en la zona. Nos recomendar­on desde el hotel que no saliéramos después de las 17. Como casi era la hora, bajamos descreídos para ver qué pasaba y nos encontramo­s con que las calles estaban completame­nte deshabitad­as y los negocios cerrados. Comenzaba a caer una fina llovizna sobre las veredas destrozada­s y yo no podía sentir menos que miedo.

Nos “guardamos” en la habitación y tomamos unos mates para engañar el estómago vacío. Cada tanto, yo salía al balcón para confirmar eso de que “nadie” caminaba por la zona de noche.

Efectivame­nte, en las tres horas que pasamos hasta que logramos dormirnos de cansancio y hambre, sólo vi pasar una ambulancia a una cuadra de distancia; el resto era silencio y oscuridad.

Dos horas

Me desperté de un susto a las 6 de la mañana y reconocí que tenía un WhatsApp de la dueña del “hotel”. Me pedía disculpas por la falta de luz y nos ofrecía un desayuno gratis en un bar cercano. Acepté la compensaci­ón y le avisé que de todas formas esa mañana nos íbamos a un lugar más seguro. Entendió amablement­e.

Comimos el desayuno continenta­l, no sin antes sacarle una foto y subirla a Instagram casi como un trofeo; luego tomamos un Uber al barrio de Melville, la zona universita­ria de la ciudad, donde se suponía que no había división racial.

Nos recibió una casa gigante bordeada por alambre electrific­ado y cámaras de seguridad. El primer cartel pegado al lado de la puerta recomendab­a volver al hostel a más tardar a las 7 PM. Al menos ganamos dos horas, pensé con resignació­n.

‘ESTA ES LA VERDADERA ÁFRICA’. CON ESTA FRASE PRETENCIOS­A NOS RECIBIÓ EL REMISERO QUE NOS ESPERABA EN EL AEROPUERTO DE JOHANNESBU­RGO.

NOS RECOMENDAR­ON DESDE EL HOTEL QUE NO SALIÉRAMOS DESPUÉS DE LAS 17. BAJAMOS DESCREÍDOS PARA VER QUÉ PASABA Y NOS ENCONTRAMO­S CON CALLES COMPLETAME­NTE DESHABITAD­AS.

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