La Voz del Interior

Los efectos del mundo

Pese a ser un fenómeno astronómic­o muy estudiado, el momento en que la Luna cubre al Sol sigue conservand­o su antiguo misterio.

- Eugenia Almeida Especial

Es 2 de julio. Desde hace días todos parecen hablar de lo mismo: prepararse para el eclipse. Un viaje planeado con antelación me deja en territorio copado por esa fiebre. Busco soledad, silencio. Estoy en medio de la montaña, en la curva de un camino, en un rincón lejano a todo movimiento.

Una y otra vez escuché en estos días cómo debía protegerse la gente para mirar el sol. Me llamó la atención: en ningún momento he pensado en mirar el cielo. Me interesan más los efectos que las cosas. Siempre ha sido así.

Y ahora que estoy perdida en la montaña me dispongo a mirar qué es lo que pasa a mi alrededor en ese momento en que la tarde va a volverse noche.

Mientras camino evito mirar hacia arriba. Justo cuando encuentro el lugar donde voy a quedarme, comienza el cambio.

Es casi como si atardecier­a. Pero hay algo raro. Algo diferente.

Después, mi amigo Emiliano, contándome lo que vivió en Salsipuede­s, va a decirme: “Había una oscuridad fría. Dura”. Él va a encontrar las palabras precisas para lo que yo hubiera querido decir. Una oscuridad inusitada. Fuera de lugar. Desplazada.

Cuando esa oscuridad avanza, siento el ruido de un pájaro que se mete en el árbol bajo el que estoy parada. Como una flecha. Se oye el cuerpo velocísimo rozar contra las hojas. Entrar en lo que parece un nido. Queda parte de su cuerpo a la vista. Inmóvil.

Esa es la sensación que tengo. Que todo se ha detenido.

El silencio

Quizás porque busqué un lugar donde no hubiera nada que no fuera naturaleza. Quizás porque me alejé deliberada­mente de los centros de reunión. De los lugares en los que, supe después, se hacía una cuenta regresiva por altavoz o se escuchaban bandas en vivo.

Yo sólo escucho esto: el silencio que queda después del ruido feroz que hizo el pájaro al esconderse.

Se hace casi de noche.

Y es un segundo.

Un segundo de una manta helada sobre el cuerpo. Un segundo de zozobra.

Y aunque sé qué está pasando (o he aprendido a creer en las explicacio­nes científica­s), es difícil asociar lo que creo saber con esta súbita oscuridad, con esta manta helada. Con el pájaro detenido. Con un silencio de algo roto. Es difícil pensar en órbitas y rotaciones, estrellas y satélites. El cuerpo sabe que está pasando algo inusitado.

El momento clave no es el de la oscuridad. Es lo que sucede justo después. El inicio de una claridad cuando ya la percepción se había preparado a un oscurecimi­ento total, a una noche.

Materia oscura

Cuando la luz vuelve y, en menos de un minuto, el cielo está otra vez azul y claro no puedo evitar pensar en las explicacio­nes que se daban los pueblos antiguos cuando sucedían cosas como esta. Qué historias se contaban a sí mismos para comprender, para procesar, para no temer la súbita interrupci­ón de lo que les parecía natural.

Y en este momento me siento mucho más cerca de esos pueblos que de toda explicació­n científica. ¿No parece más alocado creer que la tierra es una esfera que gira en torno a una estrella? ¿Que forma parte de la Vía Láctea en un enorme universo lleno de algo que llaman materia oscura?

El cuerpo dice que ha pasado algo extraordin­ario.

Después los amigos me van a contar que pensaron en su propia finitud, que algunos imaginaron cómo sería el fin del mundo, que otros hicieron chistes.

Meli y Vale –como yo– pensaron en los pueblos antiguos.

Ahora es de noche y decido leer todo lo que encuentre sobre esas historias.

Las voces de los pueblos

Leo que la palabra “eclipse” deriva de una antigua expresión griega que significa “abandono”.

El primer registro está datado en China en el año 2137 a.C.

En muchas culturas se relacionan los eclipses con el ser devorado, con el comer. Los mayas los llamaban “chi ‘ibal kin”

(“comer al Sol”).

En náhuatl se le dice “Tonatiuh cualo”

(“cuando el Sol es comido”).

La palabra más antigua de China para nombrar un eclipse (“shih”) significa, justamente, “comer”.

En Vietnam se decía que una rana devoraba al Sol. En ciertas regiones de América del Sur el depredador era un jaguar o un puma. En China, un dragón.

Los vikingos veían a la Luna y al Sol como dos hermanos que viajaban por el cielo en sus carros. Eternament­e perseguido­s por dos lobos, los eclipses eran los momentos en que esos lobos finalmente atrapaban a sus presas.

En Corea había una leyenda sobre un rey de otro mundo que deseaba el Sol y envió a su perro a que lo robara. Cuando el perro mordió al Sol, se quemó el hocico y tuvo que soltarlo. Al no haber podido cumplir su misión, recibió la orden de volver a intentarlo. Cada eclipse es uno de esos intentos.

En India se hablaba de un demonio, Rahu, que quiso robar “el néctar de la inmortalid­ad” de los dioses. Fue descubiert­o por la Luna y por el Sol cuando el néctar estaba en su boca. Vishnu lo detuvo cortándole el cuello. La cabeza ya era inmortal y logró escapar. Desde entonces persigue a la Luna y al Sol para vengarse. Cuando los atrapa, los traga. Pero, al no tener cuerpo, estos vuelven a aparecer al poco tiempo.

En algunas regiones de Asia se creía que un dios –apodado “El glotón”– intentaba comerse al Sol. Para impedirlo, la gente debía sacrificar animales. En India, las personas debían entrar a ciertos ríos y quedarse allí con el agua hasta el cuello, como un modo de ayudar al Sol y acompañarl­o en la lucha contra el dragón que intentaba devorarlo.

En Egipto, se creía que la serpiente Arpep –reina de la muerte– hundía el bote en el que viajaba Ra, el rey sol.

Algunos pueblos nativos de América del Norte hablan de un oso que, recorriend­o el cielo, se encuentra con el Sol y lucha con él para sacarlo de su camino. En la misma región había pueblos que veían los eclipses como los momentos de intimidad que encontraba la pareja formada por el Sol y la Luna.

Los mexicas considerab­an que los niños corrían peligro de convertirs­e en ratones durante el eclipse y por eso debían taparse la cara con máscaras para estar protegidos.

Los aztecas creían que en esos momentos aparecían las “tzitzimime” (estrellas demonio), esqueletos de mujeres que podían volar y devoraban a los hombres mientras el Sol estaba oculto.

Los mayas relacionab­an los eclipses con la dualidad de Kinich Ahua, el dios jaguar que representa­ba el día y la noche, la vida y la muerte.

Leo una descripció­n de un eclipse en la biblia. Leo que hay algo conocido como “eclipse de crucifixió­n”: el período de oscuridad de tres horas que se produjo mientras Jesús era crucificad­o. Leo que Ibrahim, hijo de Mahoma, también murió durante un eclipse.

Sí.

Más que las cosas, me interesan sus efectos.

Las historias que nos contamos para darle forma a lo que sentimos.

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(ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI)

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