La llave del cinturón de castidad Daniel Alonso

Hace cuatros años, durante la campaña electoral que, tras dos rondas, lo depositaría en la presidencia, Mauricio Macri prometió que, si ganaba, los trabajadores no iban a pagar el Impuesto a las Ganancias durante su gestión.

Fue una promesa desbordada de exceso que, incluso en ese momento, generó suspicacias por lo menos por dos razones: la primera, porque sin distorsiones y aplicado en forma equitativa, Ganancias es un impuesto progresivo que ayuda al Estado en su rol distributivo; la segunda, por el peso que el tributo había alcanzado en la recaudación de un Estado doblegado por el déficit.

Pero el congelamiento que el kirchnerismo había practicado sobre el gravamen –su actualización hubiera sido un reconocimiento implícito del nivel de inflación real– lo había convertido en uno de los impuestos más antipáticos.

El oficialismo introdujo varios cambios; entre ellos, el ajuste anual de los parámetros por la variación de los salarios, con la referencia del Ripte, que es el índice que refleja esa evolución promedio.

Esa medida mejoró la calidad del impuesto, pero no alcanza frente a la seguidilla de eventos devaluatorios y a la disparada de la inflación que ha atravesado a la economía argentina en el último año y medio.

Aquella insólita promesa de Macri tropieza hoy con un dato insoslayable: la cantidad de asalariados y jubilados alcanzados por Ganancias pasó de 1,2 millones a más de 2,2 millones entre 2015 y este año.

Pero también choca con el cinturón de castidad que el propio Gobierno fabricó para no violentar el férreo compromiso que asumió con el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Ahora hay plata para aquello para lo que no había antes. Macri usó el duplicado de la llave para abrir ese candado. Una contradicción trivial para quien juega sus últimas cartas; un detalle no menor para ingresos doblegados por la inflación.