Los fracasos de la democracia argentina
El modelo de poder dominante en el siglo 21 es el de las democracias de mercado. Un equilibrio inestable entre Estado de derecho y libertad económica. En ese esquema, la ley de la democracia es la encargada de controlar los abusos de los mercados. Pero para que ello ocurra con normalidad y sin sobresaltos, es necesario a su vez que exista una sociedad con fuertes compromisos con la ley y con las instituciones democráticas.
Estados de derecho basados en el voto popular, mercados libres respetuosos de la ley y sociedades comprometidas con la democracia. Ese modelo funciona casi en todo el mundo. Son excepciones Corea del Norte, Irán y Venezuela.
En la Argentina de la democracia, ese modelo nunca ha funcionado bien. El poder democrático argentino nunca definió de manera correcta su relación con el poder económico. Ha oscilado entre limitar o controlar las libertades económicas de los mercados o bien darles un margen de decisión descontrolado.
Es plenamente anormal y yo diría enfermo que una derrota electoral genere pánico económico o caos social. Pero en la Argentina eso ocurre. Quizá la explicación de este extraño comportamiento de los argentinos haya que buscarla en los frágiles compromisos que tiene nuestra propia sociedad con la democracia.
El argentino tiende a creer que este es sólo un sistema de elección de gobernantes por gobernados mediante el voto popular. No registra el argentino que la democracia
es principalmente, y por esencia, un sistema de valores que consiste en respetar al que piensa diferente.
Tenemos una matriz cultural débilmente democrática. Vivimos en democracia hace 35 años pero no logramos consolidar una cultura democrática. La famosa grieta es justamente eso.
En 1984, el entonces presidente Raúl Alfonsín tomó dos decisiones estratégicas. La Conadep, que nos convirtió en el único país de América en juzgar crímenes de lesa humanidad, y el Consejo para la Consolidación Democrática, que buscaba democratizar una sociedad con una matriz cultural fuertemente autoritaria, que había avalado todos los golpes de Estado del siglo 20.
El segundo objetivo fracasó. Este diagnóstico no quita responsabilidad a la política en los fracasos argentinos. El gobierno de Mauricio Macri fue castigado por la misma sociedad que castigó hace cuatro años a Cristina Fernández.
Nuestros gobernantes parecen emerger siempre del voto castigo. Y el castigo nunca es fundamento sano de nada, y menos aún de paz social.
Ha llegado la hora de repensar nuestro compromiso democrático como sociedad. De escapar de la dialéctica amigo-enemigo. De respetar al que piensa diferente. De acordar en lugar de luchar. Y para ello, lo primero es recuperar confianza social en la ley y en la justicia.
Sin confianza social en la ley y en la justicia, ningún modelo económico funciona.
* Expresidente de la Comisión de Legislación Penal de la Cámara de Diputados de la Nación