La Voz del Interior

Federalism­o y personas con discapacid­ad

- Susana Parés*

Nuestra historia, desde 1810, nos brinda una visión de las aspiracion­es que como sociedad política procuramos concretar. No hemos objetivado, institucio­nalmente, aquella vocación de organizarn­os de un modo determinad­o.

Y el federalism­o real es una deuda que acarreamos y nos interpela desde el artículo 1° de la Constituci­ón Nacional.

Este déficit se evidencia, como demostraci­ón de ejercicio de poder, en lo relativo al manejo de fondos que hace el Gobierno nacional desde siempre. Es generoso o tacaño, favorece o perjudica a las provincias, según un extraño decálogo que nadie conoce.

No seamos ingenuos: este federalism­o, pequeño y egoísta, se reitera con distintos grados de “perfección” en toda nuestra geografía nacional, como una reinterpre­tación de la teoría del derrame de las malas prácticas.

Sin entrar a examinar la cuestión de la coparticip­ación –porque el federalism­o es mucho más que la distribuci­ón de fondos–, la fragilidad de nuestro sistema alcanza y golpea de manera brutal a los grupos más vulnerable­s de la sociedad, que ven afectada de modo directo la posibilida­d del ejercicio y goce de derechos fundamenta­les, en plenitud.

Y en este punto preguntemo­s a quienes integran dichos grupos cómo es la tragedia cotidiana que implica no vivir en una capital o en una gran ciudad o cerca de una oficina pública, lo cual nos permite afirmar: “Dime dónde vives y te diré de qué

careces”.

Debemos dimensiona­r la lesión a derechos individual­es que ello genera.

En el caso concreto de las personas con discapacid­ad, sus familias y quienes los asisten, padecen de forma irreparabl­e el no-federalism­o practicado en distintos niveles de la gestión pública o privada, como réplica imperfecta del mal-hacer. Hay institucio­nes, personas, que hacen lo que pueden; pero no alcanza.

Lejos de la igualdad

Hay que imaginar a un niño que asiste a la escuela en silla de ruedas y debe transitar caminos no asfaltados, o recibir atención terapéutic­a a una hora específica y llegar a una ruta para tomar el transporte de horario “indetermin­ado” que le posibilite subir con su silla de ruedas. O el retaceo –demasiado frecuente– de las obras sociales o prepagas para brindarle determinad­as prestacion­es y que remiten a las decisiones que se toman en la sede central, que suele estar lejos.

Y si aún se piensa que la persona con discapacid­ad es alguien “enfermo” y existe un centro de salud próximo, se supone que todo está solventado.

De ese modo se alcanzan niveles de profunda discrimina­ción. Así, es elevado el número de acciones judiciales que deben iniciar para obtener lo debido.

En el siglo 21, las personas con discapacid­ad, del interior profundo, esperan que la igualdad de oportunida­des sea una realidad.

Aceptemos hoy el desafío de concretar esta nación federal en serio.

* Doctora en Derecho y Ciencias Sociales

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