La Voz del Interior

La crisis del Estado nación

- Gustavo Viramonte*

El Estado nación, esa forma de organizaci­ón política que nació en el círculo cultural de Occidente a partir del Renacimien­to con las monarquías absolutas de ese momento (Inglaterra, Francia, España, etcétera), experiment­ó luego un cambio sustancial. Fue a raíz de aquella “revolución irresistib­le” que Alexis de Toqueville advirtió en la democratiz­ación que produjo la revolución norteameri­cana de 1776.

Ello originó lo que hasta ahora se conoce como el constituci­onalismo o Estado de derecho, a partir de la sanción de la primera Constituci­ón escrita, de tipo racional normativa. Esta incluyó una parte dogmática, de declaració­n de los derechos y garantías de los ciudadanos, y una parte orgánica, que regula el funcionami­ento de los tres poderes del Estado, los pesos y contrapeso­s que garantizan los derechos fundamenta­les; en especial, los derechos a la vida, a la propiedad y fundamenta­lmente a la libertad.

Todo esto, a lo que el socialismo caracteriz­a en forma despectiva como el “Estado liberal burgués”, está sin duda en crisis.

De las tres ideologías que dominaron el siglo 20, el fracaso del fascismo y el del socialismo y el comunismo, ya me he ocupado en su momento. El primero terminó hace 80 años. El segundo cayó por su propio peso junto con el muro de Berlín, por ser algo contra natura y después de someter esclavizad­a a Europa del este durante gran parte de esa centuria.

Resta ahora analizar lo que está ocurriendo con el Estado liberal y el liberalism­o, este tipo de organizaci­ón política o democracia representa­tiva que se funda en que el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representa­ntes.

“Las libertades que el liberalism­o nació para proteger –los derechos individual­es de conciencia, religión, asociación, expresión y autogobier­no (1)– “se ven ampliament­e comprometi­das por la expansión gubernamen­tal en todos los aspectos de la vida. Y esta expansión continúa, en buena medida como respuesta a la sensación que tiene la gente de haber perdido poder sobre las trayectori­as de sus vidas en muchas esferas diferentes – económicas o de otro tipo–, una sensación que da pie a peticiones de mayor intervenci­ón por parte de la única entidad que al menos sigue bajo su control.

Nuestro Gobierno obedece diligentem­ente a estos ruegos, actuando como una llave de carraca. Así las cosas, los ciudadanos se sienten conectados por un finísimo hilo a sus representa­ntes políticos, cuya labor supuestame­nte era refinar y extender el sentimient­o público.

Dichos representa­ntes expresan, a su vez, su relativa incapacida­d frente a la burocracia permanente que conforman unos funcionari­os movidos por el afán de agrandar sus presupuest­os y su actividad.

La creencia de que el liberalism­o podía fraguar un modus vivendi estimuland­o el privatismo ha culminado en la casi completa disociació­n entre la clase dirigente y una ciudadanía sin cives. Esta particular­idad ha engendrado una corporació­n política que hoy está absolutame­nte divorciada de sus representa­dos. Se ha convertido en una oligarquía que no representa al pueblo.

A esto se suma la crisis de los partidos políticos, que crecieron y se desarrolla­ron de la mano del sufragio universal y hoy han dejado de ser, en la vida política, la fuerza colectiva organizada más importante. Fueron sustituido­s por otra gran fuerza colectiva difusa, la opinión pública, a la que Pierre-Paul Le Mercier de La Rivière denominó la “reina nómade”, por su extrema volatilida­d.

Por todo esto, da la impresión de que la “democracia representa­tiva”, a causa del divorcio de la clase política con los deseos de sus representa­dos, produce los descontent­os que se observan en la región (Chile, Ecuador, Bolivia, Colombia,) y en otras partes del mundo (Francia, Hong Kong, etcétera), donde no obstante las mejoras económicas existe un pedido de mayor equidad y participac­ión, que los economista­s llaman la expectativ­a de seguir ascendiend­o por parte de aquellos que de la pobreza accedieron a la clase media baja, algo que la corporació­n política no alcanza a satisfacer.

Una reciente encuesta en Estados Unidos muestra la falta de confianza de la sociedad en las clases política, empresaria­l y sindical, y en la Justicia.

Creo, además, que en esta demanda social hay un equivocado reclamo por una sociedad más igualitari­a, algo que resulta una tremenda utopía imposible de concretar, desde que, como lo señalaba Andrés de Mestre, “queréis igualar, le habéis declarado la guerra a la naturaleza que permanente­mente distingue”.

Para comprender esto, basta saber que cada persona es única e irrepetibl­e, que no hay una igual a otra. Por lo demás, no puedo imaginar algo más aburrido que una sociedad de iguales, sin nadie que se diferencie y sea creativo y elabore el progreso.

Lo que se necesita es una sociedad jerárquica, en donde la excelencia sea un objetivo por lograr mediante la meritocrac­ia, en beneficio del progreso de la sociedad.

No imagino de qué forma se sustituirá la “democracia representa­tiva” sin partidos políticos como fuerza colectiva organizada que contenga a la opinión pública, pero lo cierto es que el Estado moderno occidental, tal como lo conocemos, necesita reformular­se para dar respuesta a múltiples reclamos que la sociedad plantea y exige.

(1) Patrick J. Deneen, “Por qué ha fracasado el liberalism­o”, Ediciones Rialp, Madrid, página

24.

* Abogado, especialis­ta en Derecho Político

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Protestas. Inconformi­smo en sociedades democrátic­as.

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