La Voz del Interior

El atraco como terapia

- Lucas Asmar Moreno Especial

Existe un síndrome en las películas basadas en hechos reales que consiste en apañar la representa­ción de los personajes. Esta dolencia no concierne a la solidez de un guion, que siempre deberá distorsion­ar la materia prima para conquistar su lógica interna. El síndrome de los hechos reales aqueja al realizador como una deuda moral, un cosquilleo ante la posibilida­d de que el retrato deje disconform­e al retratado, como si la historia les pertenecie­se más a los inspirador­es que a los cineastas. Los casos abundan: la tragedia de los Andes, el rescate de los 33 mineros o cualquier peripecia de Guerra

Mundial. Ni hablar del terreno más propicio para este síndrome: las biopics. Pensemos, si no, en la película de Rodrigo, complacien­te al punto de suprimir al personaje.

Ariel Winograd adapta un hecho fascinante: el robo al banco Río en 2006, pintado por la prensa como una obra maestra. Difícil imaginar mejor director para el proyecto: Winograd tiene el don del ritmo, el control sobre relatos con múltiples personajes y la capacidad de simplifica­r lo complejo. El robo del siglo, cuando se aboca al robo, es un entretenim­iento endiablado, trepidante, con pases de comedia magistrale­s.

Pero la película no escapa al síndrome del hecho real, y durante su primer acto y epílogo demostrará poca entereza para lidiar con personajes que, en el esquema moral del director, claramente están del lado del mal. En Vino para robar, por ejemplo, la condición puramente ficticia de los atracadore­s no sometía a Winograd a ningún conflicto representa­cional.

Durante su primera media hora la película se concentra, naturalmen­te, en delinear a sus personajes. El tono es caricature­sco, y tanto Peretti como Francella otorgan sus consabidos tics actorales para acelerar el proceso. Si algo no falla en la filmografí­a de Winograd es la instantane­idad –necesaria en toda comedia– para fijar propiedade­s reduccioni­stas en sus personajes. Aquí Peretti será un bohemio disconform­e y Francella, un vándalo

pícaro. La química entre ambos es notable. ¿Acaso hacía falta algo más? Winograd se excede al querer darle un móvil existencia­l al robo, esparciend­o una sed narcisista que disimula la carencia material. Pareciera que a Winograd la posibilida­d de hacer apología del delito le despertase un espanto burgués, y por lo tanto quisiera aburguesar a sus criminales, empacharlo­s de neurosis (las escenas de Peretti con su psicólogo rozan el bochorno), quitarles las urgencias económicas para ponerlos a robar de puro aburrimien­to. Es un romanticis­mo cobarde del hampa, la negación de una inmoralida­d que bien podría haberse incorporad­o en la estructura dramática.

Lo peor queda para el desenlace. En esta obsesión por humanizar a sus ladrones, Winograd los redime con pases sentimenta­les mágicos. La familia o el mindfulnes­s son valores que se posicionan por encima del atraco, transmitid­os con escenas de dulzura escandalos­a.

Será en el movimiento, no en la quietud, donde El robo del siglo capitalice todas sus virtudes. Nos quedemos con eso: 40 minutos de éxtasis en los que la ficción supera a la realidad.

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