La Voz del Interior

Opinión. Natalia Brusa recuerda su amistad con la hija de una pareja víctima de la dictadura.

- Natalia Brusa*

Teníamos más o menos 5 años. Tal vez ella 6. Vivía frente a la casa de mis abuelos, en la calle Italia, de Villa Cabrera, cerca del centro de la ciudad de Córdoba.

Recuerdo poco de ella, sólo que se llamaba Gabi y que tenía el pelo castaño a la altura de los hombros y la piel bien blanca. También recuerdo que estaba muy sola en esa casa de gente grande. Ella también vivía con sus abuelos.

Las imágenes me llevan a una siesta en la que estábamos jugando juntas en su casa, en algún lugar parecido a un living o un escritorio.

Gabi se acercó a un aparador y abrió la puerta de abajo, que era corrediza. De allí sacó dos o tres flores grandes de papel. Era un papel resistente pero suave y con un leve brillo, como la seda. Los tallos de alambre también estaban forrados. Le pregunté por esas flores y ella sólo me dijo que eran de su mamá.

A la noche, antes de irme a dormir, le pregunté a mi papá por los padres de Gabi. Me dijo que se los habían llevado los militares y que por eso ella vivía con sus abuelos.

Un tiempo después nos mudamos y mis abuelos vendieron esa casa. En el suelo de la pajarera, quedaron enterrados los libros prohibidos de mi tío, el que tuvo que irse al sur para que no lo agarraran.

EN EL SUELO DE LA PAJARERA, QUEDARON ENTERRADOS LOS LIBROS PROHIBIDOS DE MI TÍO, EL QUE TUVO QUE IRSE AL SUR PARA QUE NO LO AGARRARAN.

EN MI NUEVA CASA, LAS PESADILLAS NOCTURNAS ERAN REPETITIVA­S. SE LLEVABAN A MI PAPÁ.

No supe más nada de Gabi.

Pesadillas

En mi nueva casa, las pesadillas nocturnas eran repetitiva­s. Se llevaban a mi papá. En el puente Zípoli, lo metían en un camión verde.

Me levantaba angustiada. Iba hasta el dormitorio de mis padres. Mi papá todavía vivía con nosotros y dormía con una camiseta blanca gruesa de algodón.

Me calmaba y dejaba que me quedara en la cama grande hasta que se me pasara. El olor a papá siempre fue algo bueno.

Ya no sé si sigue durmiendo con una camiseta blanca, pero me gusta pensar que sí.

Es Pascuas de 1987. El noticiero muestra imágenes de los cuarteles, tomadas desde muy lejos. Se escuchan gritos y algunos disparos.

Corro hasta el patio: en la reposera de lona verde mi viejo llora. Cuando me acerco, trata de disimular. Le pregunto qué pasa y me dice que son otra vez los milicos, que no se dejan de joder. Me acuerdo de Gabi.

Pasan muchos años, más de 20. Comienzan los juicios por crímenes de lesa humanidad en Los tribunales de Córdoba. Trabajo ahí.

Mi papá me pide que le cuente si alguna vez surge algo relacionad­o a Huguito y a Leticia, los papas de Gabi. Alcanzo a saber algo. Informes desclasifi­cados de la embajada norteameri­cana en Buenos Aires dicen que el papa de Gabi fue asesinado junto con otro compañero. Se les atribuía haber sido los autores del secuestro del cónsul norteameri­cano en Córdoba.

Le cuento a mi papá, que, incrédulo, me dice que es imposible, que Hugo había sido seminarist­a, un tipo de bien. Y agrega: “Aparte, decime, hija, cuándo los yanquis dijeron la verdad”.

También pude saber, cuando visité La Perla, que a Leticia la llevaron hasta allá en el baúl de un auto y que cuando la bajaron en la zona de los talleres, ya estaba muerta.

Hugo, Leticia, Gabi y mi viejo. Frágiles, fuertes y brillantes. Como flores de papel.

* Periodista

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