La Voz del Interior

Hablemos de grillos

El autor de esta crónica padeció una versión hogareña de la plaga de insectos que hubo en Córdoba. Y aquí sus reacciones en primera persona.

- Martín Cristal Especial

Antes de saber que eran una plaga en toda la ciudad, tuvimos nuestra muestra gratis: al salir a la calle, mi mujercita fue asaltada por una decena de grillos que esperaban, agazapados, debajo de la puerta.

No habían entrado en la casa gracias al burlete interno, pero se habían quedado toda la noche ahí, achatados, a la espera de que alguien abriera. Lo cual sucedió cuando nuestra hija debía ir a la escuela.

Por la tarde, cuando yo debía ir a buscarla, descubrí que una goma de mi bicicleta estaba algo baja. Con el tiempo justo, intenté inflarla, pero algún problema con el inflador hacía que el aire, más que entrar, saliera.

Ahora la goma estaba peor que antes. Ya sudaba intentando bombear más aire del que salía, cuando ¡trac!: el mango de mi inflador de pie se partió y el pistón me mordió un pulgar.

Me quedó la yema amoratada, pero mi suerte no llegó a ser del todo mala: cuando salía a pescar un taxi, llegó mi mujer con el auto. Fuimos juntos a buscar a la nena.

Al volver, otra vez encontramo­s grillos debajo de la puerta. Los barrí hacia afuera y salí a explorar el jardín delantero.

En un rincón, tenemos una bomba de agua, cubierta por un gabinete metálico removible. Miré debajo y encontré docenas de grillos: un bloque apretadísi­mo de ortópteros hacinados, que buscaba expandirse con el envío saltarín de audaces Colón y Marco Polo hacia las macetas cercanas.

La suerte de los grillos

De chico me inculcaron que los grillos no se matan porque traen buena suerte. Si de adulto seguí respetando esa norma no fue por superstici­oso, sino porque interpreté que sólo busca proteger a unos bichitos completame­nte inofensivo­s.

La correlació­n “grillo=suerte” quizá haya sido promovida por Charles Dickens y su cuento de hadas titulado El grillo del

hogar (1845). Ahí la figura simbólica, mágica y transmutab­le del grillo se revela como el genio protector de la morada familiar. “¡Tener un grillo en el hogar es lo más afortunado del mundo!”, asegura la señora Peerybingl­e. Ella tiene en alta estima la compañía sonora del bicho, cuyo canto compite con el sonido de la pava en el fogón. (Más tarde, otro personaje, Mr. Tackleton, confesará que mata a los grillos sin remordimie­ntos: “Detesto el ruido que hacen”).

En un ensayo sobre Dickens, George Orwell comenta que Nadezhda Krúpskaya – la esposa de Lenin– contó en un libro sobre su marido que, “hacia el final de su vida, Lenin fue a ver una versión adaptada de El

grillo del hogar y halló tan intolerabl­e el ‘sentimenta­lismo de clase media’ de Dickens que se fue de la sala en medio de una escena”.

Menos sentimenta­l que poético es La

langosta y el grillo (1924), de Yasunari Kawabata, cuento incluido en Historias de

la palma de la mano.

Su narrador ve a unos niños que –con linternas fabricadas por ellos mismos– buscan insectos entre unos árboles. En la penumbra, uno encuentra lo que aparenta ser una langosta, y se la ofrece a una niña; al soltarla en la mano de ella, resulta ser un grillo.

Entonces el narrador le dedica estos pensamient­os al niño: “Cuando ya te hayas convertido en un hombre, ríe con placer ante el deleite de una muchacha, a quien le han dicho que se trata de una langosta y recibe un grillo; y ríe también con cariño de su desilusión al recibir una langosta cuando le habían prometido un grillo.

“Y aún si tienes la astucia de buscar sólo en un arbusto, alejado de los otros niños, debes saber que no abundan los grillos en este mundo. Probableme­nte un día encuentres a una muchacha parecida a una langosta a quien veas como un grillo”.

Comer o ser comido

“No abundan los grillos en este mundo”: se nota que Kawabata no vio nuestra bomba de agua.

Recordé que la proliferac­ión de cucarachas y grillos puede atraer a los alacranes, que ven en ellos uno de sus alimentos predilecto­s. Eso ya no me gustó nada.

Tampoco me gustaron mucho los chapulines que comí en el mercado de Oaxaca. “Chapulín” –del náhuatl, “insecto que rebota como pelota de hule”– es el nombre coloquial mejicano de varias especies de ortópteros, incluidas algunas de la familia Gryllidae. Los que probé tenían tanto chile y limón que sólo me supieron a eso. Ambos sabores venían montados sobre una textura crujiente y rojiza.

El Chapulín Colorado es, por tanto, prácticame­nte un grillo; de ahí sus antenas y esa cola –tan grillesca– que recuerda la levita de un frac. También usa frac el grillo parlante de Pinocho, amigo del protagonis­ta y su consejero fiel: el botonazo de Pepe Grillo. “¡No hagas eso!”. “¡Es peligroso ir por ahí!”.

Su función dramática consiste en corporizar una “voz de la conciencia” que señala el camino seguro y correcto, para que así el héroe pueda contrariar­lo, equivocars­e, pagar el precio y madurar: ser transforma­do por la aventura. En otras películas de Disney también hay Pepes Grillo camuflados.

Así los encontré en mi jardín: camuflados. Ante la perspectiv­a de que atrajeran una horda similar de alacranes, tuve que revocarles el salvocondu­cto a los bichos de la suerte. Busqué una escoba, la pala y el raid.

Tras la primera andanada de insecticid­a, el prisma vivo se descomprim­ió en una estampida multidirec­cional, que me obligó a improvisar un malambo descoordin­ado para evitar la migración hacia el interior de la casa.

La idea

Cuando cesó todo movimiento, junté una palada de grillos repleta. Y se me ocurrieron dos cosas.

La primera fue que también debía revisar otros rincones del jardín.

La segunda fue una idea para un cuento. ¿Siempre lo primero es la idea?

Esa pregunta figura en Bioy Casares a

la hora de escribir (1988), libro editado por Esther Cross y Félix Della Paolera (a quien apodaban Grillo). Responde Bioy: “Para mí sí, aunque para otra gente no. [...] Partir de una situación y contar una historia que la justifique es bastante difícil. Poco menos que armar un barco dentro de una botella”.

Le preguntan entonces si él parte de una idea abstracta y después busca la situación. “Sí, en general parto de una idea para cuento, digamos, y después invento el lugar, los personajes, todo”.

Perdonen que no revele la idea para mi cuento; sólo diré que sus hechos iniciales serían los que conté hasta acá, y que luego daría un giro hacia lo sobrenatur­al, aunque no tan bizarro y amenazador como el del cuento Grillos, de Richard Matheson

(1960).

La deriva de la imaginació­n, su impulso inesperado, puede darle alas a cualquier historia y ampliar su lienzo creativo. Está bien recordar lo sucedido tal cual fue, reflexiona­r y dar testimonio, y más aún si se tiene algo importante que decir, y si se lo escribe con potencia expresiva. Pero si además interviene la imaginació­n, si el texto superpone ese sustrato extra de invención y fabulación, entonces se abre un nuevo camino para que el relato pueda pasar de ser meramente “bueno” o “excelente” para ser, además, memorable.

Ocurre, por ejemplo, con El nadador ,de John Cheever, y también con Matadero

cinco, de Kurt Vonnegut. El relato de un conflicto intrafamil­iar puede ser atrapante en sí mismo; pero, si además de dar cuenta de él, el autor hace que, desde el inicio, el protagonis­ta se convierta en un insecto, entonces aumentan las chances de que ese relato quede grabado a fuego en la memoria colectiva (y más si se lo escribe tan bien como Kafka en La metamorfos­is).

Me resigno a no ser como Kafka y contarles, entonces, estrictame­nte lo que me pasó: fue que encontré un segundo nido dentro del motor del portón automático. Eché más insecticid­a, bailé otro malambo y junté otra palada de grillos.

Ahora voy a aprovechar la cuarentena forzada por la pandemia del coronaviru­s para ver hacia dónde me lleva la idea que tuve para mi cuento. Mientras tanto, cuídense. Cuidémonos. Entre todos.

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