La Voz del Interior

Dos ruedas, siete fotos

No por nada alguien llamó a las bicicletas “máquinas de libertad”. Aquí, siete deliciosas anécdotas sobre ese vehículo a pedales.

- Eugenia Almeida

Soñar en cuarentena. Como si ahí discurrier­a una realidad por ahora suspendida. Acabo de despertarm­e de un sueño en el que andaba en bicicleta.

Me quedo inmóvil en la cama, buscando no interrumpi­r esa sensación. Un hilado de emociones que sólo pueden nombrarse con esa palabra: bici. Dejo que las imágenes, los recuerdos, vayan apareciend­o.

Uno

Subirse y buscar el camino despejado, la calle vacía. Soltar el manubrio y abrir los brazos. Manejar ese equilibrio con las piernas y la cadera. Dejarse ir. De a ratos, cerrar los ojos.

Cortar vasitos de yogur en pequeñas tiras para engancharl­os en los rayos de las ruedas, un motor imaginado que repica en la siesta del barrio.

Subirse en la parrilla de la bici de otro. Viajar de pie, con las manos en los hombros de quien conduce. El amigo o la amiga marcando el camino.

Voy a la escuela en una bicicleta roja. Cuadras de árboles enormes, la bufanda enroscada en el cuello, los guantes de lana en julio. El delantal pegándose al cuerpo en noviembre, las sombras que pasan como nubes, el viento en la cara.

Dos

Vamos al cine. Una sala pequeñísim­a. Hemos visto a Buster Keaton, a Chaplin. Hoy nos toca una película italiana. Ladrones de

bicicletas. Todavía no sé que es un clásico. Todavía no sé que voy a llorar, que voy a salir con la garganta cerrada, que lo que más me va a impresiona­r será el movimiento de mi madre cada vez que abra la cartera para sacar su pañuelo. La voy a mirar sin girar la cabeza, de reojo, sin hacer ruido. La luz de la pantalla va a mostrar el recorrido oscuro de sus lágrimas.

No he vuelto a ver esa película. Me da miedo que haga estallar la ausencia de esa mujer que llora en una sala perforada de silencio.

Tres

1988. 16 años. Leonardo tiene la bicicleta negra más hermosa que yo haya visto. Leonardo me ha dado casa, comida, compañía y sostén en una época de desamparo. Me ha hecho descubrir algunos libros y conocer la música brasileña. Siento un agradecimi­ento que va a durar toda la vida.

De todo eso que él comparte conmigo, la cima de la generosida­d llega la tarde en que, cuando estoy saliendo, me dice “llevate la bici”.

Y entonces, en medio de esos años de desesperac­ión, me devuelve mi edad. Vuelvo a ser una chica que anda en bicicleta por el parque Las Heras, alguien que tiene una casa adonde volver cuando empiece a oscurecer.

Cuatro

Voy a la facultad en bicicleta. Queriendo arreglar un problema en las ruedas he desarmado todo y ya no pude colocar bien el guardabarr­os. Queda definitiva­mente inclinado hacia la izquierda.

Como ha llovido, llego a clases con la espalda de la remera intervenid­a por un látigo de barro. Dejo la bici atada a uno de los árboles frente al pabellón México.

Al terminar el día, descubro que alguien ha querido robarla, pero sólo ha conseguido llevarse las ruedas. Vuelvo a casa con el cuadro al hombro.

Los rituales de cuidado y reparación. El ajuste de los frenos: evitar los chirridos y el olor a caucho quemado. No olvidar la tapa de los piquitos al inflar las ruedas en la estación de servicio. Tener siempre parches de color naranja y una tiza para marcar el tramo donde está la pinchadura. Sostener la cámara bajo el agua e ir haciéndola girar hasta encontrar la pérdida.

Cinco

Manifestac­ión en un año impreciso, a fines del siglo pasado. Una protesta en relación con reformas educativas. ¿Era el cierre de las escuelas técnicas? Quizá, no lo recuerdo.

Los policías avanzan reprimiend­o. Uno de ellos se acerca corriendo. Me sobrepasa, gira y me golpea por la espalda. Esas cachiporra­s que tanto sonaban en la década de 1990. Estoy en el suelo, aturdida. Alguien me ayuda a pararme, levanta la bici y grita “salí”.

Un leve empujón en la espalda se suma a la inclinació­n de bulevar Chacabuco, ya llego a Maipú, sin pedalear, sin respirar, con los ojos llenos de lágrimas y la espalda endurecida.

Llego a casa, dejo la bici en el patio, me tiro en la cama, me quedo dormida pensando que no ha sido nada. Al otro día, no puedo moverme del dolor.

Seis

Durante unos meses trabajo en una residencia al norte de Francia. La casa está sobre un monte. En el garaje, hay dos bicicletas. El día en que anuncio que voy a salir a dar una vuelta, me advierten que no vaya muy lejos.

Lo adjudico a un gesto de cuidado. Después de dos horas de atravesar caminos y sembradíos, me doy cuenta de que casi no he pedaleado. Todo ha sido cuesta abajo. Ahora entiendo el consejo. La casa se ve a lo lejos, arriba, casi en la cima de una montaña.

Lo que fueron dos horas para alejarme se convierten en cuatro de un recorrido que alterna pedaleadas con tramos de caminata para recuperar el aire y las fuerzas.

Siete

Pasan los años. Mucho tiempo sin bicicleta. La última que tuve se la regalé a alguien que la necesitaba para trabajar. Decido comprar una. Desde la ventanilla del colectivo interurban­o veo la que quiero. El negocio está lejos de mi casa. Digamos, 15 kilómetros. 15 kilómetros para alguien que hace años que no pedalea, que prende el primer cigarrillo a la mañana y que se agita cuando corre el colectivo.

Aun así, lo tomo como un desafío. Voy, la compro, me subo y empiezo a volver a casa. Cuando llego, no siento las piernas. Pero la felicidad compensa todo.

Colofón, última vuelta

Canciones que puedo oír una y otra vez: “Bycicle race”, de Queen y

“Broken bicycles”, de Tom Waits, en la versión de Anne Sophie von Utter y Elvis Costello. Ruedas de la alegría, ruedas de la tristeza.

Disputas en torno de cuándo se festeja el Día de la Bicicleta. El 19 de abril, una de las fechas, conmemora un día de 1943 en que Albert Hofmann –conocido como “el padre del LSD”–, después de experiment­ar por primera vez con ácido lisérgico, vuelve a su casa manejando una bicicleta. Un viaje, en todos los sentidos de la palabra. Una experienci­a tumultuosa que Hofmann registra detalladam­ente, como parte de sus estudios.

La segunda fecha –3 de junio– es la que propuso la ONU, explicitan­do el costado políticame­nte correcto de la bici: “medio de transporte sostenible, sencillo, asequible, fiable, limpio y ecológico que contribuye a la gestión ambiental y beneficia la salud”.

Bici. “Chancha” o “cicla” en Colombia. “Cleta” en Perú. “Chiva” en Cuba. “Burra” en España. Hace años leí que alguien la definía como una “máquina de libertad”. En Australia, el pueblo wagiman tiene una palabra preciosa: “Allahaisma­rladik”.

Significa “irse sin decirle a nadie adónde”. Escribo sobre un papel: “Allahaisma­rladik en bicicleta”.

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