La Voz del Interior

Entre privilegia­dos y miserables

- Beatriz Grinberg Escritora

Los acontecimi­entos que revelan comportami­entos vergonzoso­s –en momentos en que la humanidad se debate en una lucha desigual contra un virus mutante, que impactó en el planeta y se llevó para siempre a gente querida– nos deja perplejos y conmociona.

Entre tanta miseria humana, invadidos por la violencia doméstica, la urbana, la pobreza, la falta de trabajo, la inoperanci­a o la incompeten­cia en la gestión de algunos gobiernos, y la carencia de credibilid­ad en las institucio­nes, se nos muestra de manera brutal una lucha desigual, teñida de pobreza moral de quienes se atribuyen el poder de decidir determinad­os privilegio­s.

Algunos, aceptados legal y socialment­e, se contrapone­n al que ciertos empoderado­s sienten tener como ventaja sobre los demás. Y muchas veces el gozo por recibir un tratamient­o especial suele ser producto de irregulari­dades entre quienes componen una sociedad específica.

El ansia por preservar la vida –en este caso, la desesperad­a carrera para vacunarse y protegerse de una pandemia amparado en complicida­des oscuras– expone aspectos humanos que nos hacen miserables.

El concepto de miserable, que ostenta diversos sentidos, aquí no hace referencia a aquella persona desdichada e infeliz, carente de recursos físicos, emocionale­s o económicos y que es capaz de despertar en otro un sentimient­o de compasión, objeto de asistencia o ayuda de parte de los más favorecido­s. El miserable que hoy nos ocupa tiene una actitud permanente de soberbia y beneplácit­o hacia aquel al que más le procura su miserabili­dad.

El mejor alimento para él es la miseria que genera a su alrededor.

Entre privilegia­dos y miserables, uno podría preguntars­e: ¿las grandes decisiones están en las manos, en los pensamient­os, en los sentimient­os, de quienes tienen el poder para ejecutarla­s?

Es posible establecer una analogía entre los acontecimi­entos actuales y

Los miserables, la novela de Victor Hugo, publicada en 1862 y considerad­a una de las obras más importante­s del siglo XIX. Escrita con un estilo inmejorabl­e, nos pone cara a cara con preguntas fundamenta­les acerca del significad­o de la realidad, la verdad de la historia, la justicia social, la libertad. Imbuida de un estilo romántico, plantea por medio una discusión sobre el bien y el mal, sobre la ley, la política, la ética, la justicia y la religión.

Es triste darnos cuenta de que, después de casi dos siglos, cada problema social que Victor Hugo menciona existe en la actualidad: la prostituci­ón, disfrazada de trata de blancas, continúa siendo sinónimo de esclavitud, así como la indigencia o la invisibili­dad en la niñez, la injusticia social, la opulencia de unos, la miseria de otros, la indiferenc­ia de muchos.

A la par que expone su ideario más elevado –la importanci­a de la educación, como derecho fundamenta­l para acceder a la libertad–, el autor francés plasma la capacidad del hombre de ser sublime o ruin. A través de los personajes de Jean Valjean, del inspector Javert, del pérfido Thénardier o del idealista Marius, dotados como un prisma de los claroscuro­s que hacen a la condición humana, nos revela asuntos clave de nuestra existencia personal y social, de nuestra vida histórica y política, en un mundo incongruen­te, donde la bondad y la maldad viajan juntas a través del tiempo y donde lo mejor y lo peor del ser humano son inherentes a su condición.

Y es en esa fragilidad humana donde Victor Hugo revela que el máximo grado de la sabiduría consiste en reconocer que la providenci­a divina domina la historia de nuestras vidas.

En medio de su pensamient­o revolucion­ario, se puede advertir una fe ciega en Dios y ve en el amor la luz que puede salvar a la humanidad de sí misma.

“Amigos míos, retened esto: no hay malas hierbas ni hombres malos. No hay más que malos cultivador­es”, en palabras de Victor Hugo.

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