La Voz del Interior

Defenderse, gatillar y perder, siempre perder

- Claudio Gleser cgleser@lavozdelin­terior.com.ar

No bien escuchó al tropel, saltó de la cama. En plena oscuridad, manoteó el arma y salió a enfrentar a los ladrones. Estaba harto de que le robaran. Decidido, amartilló y, desde atrás, gatilló contra uno que iba corriendo. El joven dio unos pasos y cayó muerto.

Durante largo tiempo, la casa del vecino tuvo custodia para evitar venganzas. Se llamaba Juan Carlos Escovedo. Ocurrió en 2005 en Villa Páez, Córdoba capital.

Le habían robado un estéreo. Tiempo después, quebrado y desconsola­do ante los jueces, Escovedo clamó perdón y terminó condenado a ocho años de cárcel por exceso en la legítima defensa. Destruido en lo psicológic­o y amenazado, cuando por fin salió libre, se marchó lejos.

Dieciséis años después, por esas cosas del destino, otro caso similar vuelve a escribirse en la misma zona.

Hastiado de la insegurida­d, un vecino sacó un revólver y, en la oscuridad, mató a un adolescent­e que, con unos amigos y según la causa, había entrado a robar a la casa.

El muchacho cayó ejecutado en la calle. El botín: una planta de marihuana. Fue en barrio Marechal.

El vecino sigue preso, encerrado cerca de delincuent­es comunes y acusado por homicidio calificado.

Con su defensa, prepara contar su verdad, mientras un fiscal analiza si lo deja libre y si le mantiene la acusación o la morigera.

Han pasado 16 años y en todo este tiempo hemos visto a decenas de vecinos (siempre varones) que cargaron armas para defenderse y terminaron ultimando a ladrones.

Sin ir más lejos, hace horas otro vecino hizo lo mismo en Río Cuarto. Quedó libre, pero acusado con graves cargos.

Hablamos de ese otro costado, no menos cruento, de la insegurida­d: aquellos que se arman para defenderse a fuego.

Aducen que nadie los cuida. Y quizá tengan razón. Pero es una razón que puede llevar a un error mayor.

La ley habilita esta acción siempre que se cumplan tres puntos: debe haber una agresión ilegítima, el medio empleado para frenarla debe ser racional y no tiene que existir una provocació­n previa de quien se defiende. Si se cumple todo, hay legítima defensa.

La norma argentina añade un “bonus”: la legítima defensa privilegia­da. Se da cuando la agresión es de noche y si ocurre dentro de casa.

Fuera de esto, en una escala ascendente, uno puede caer en un exceso, en un homicidio simple o en uno agravado.

Eso es la norma.

Otra cosa distinta, la vida real. A nadie que haya gatillado y matado le fue bien después.

¿Quién está preparado para matar y seguir con su vida normal? ¿Uno está capacitado para sobrelleva­r ese límite? ¿Cuántos lo creyeron y terminaron muertos? ¿Sabemos defenderno­s? ¿Nos defendemos o nos vengamos?

La ley admite defensas, no venganzas.

Más allá de lo recomendab­le de no tener “fierros” en casa –ni vale citar los dramas hogareños–, hay un punto central: en Córdoba, ni los fiscales ni los jueces se ponen de acuerdo a la hora de juzgar a vecinos que matan.

Si bien es cierto que no hay dramas iguales, no menos real es que todo parece una lotería: daría la impresión de que según el fiscal que actúe será la vara que se aplique.

Si lo anterior no es suficiente, hay otro aspecto no menos importante: el económico. Quien cae preso deja de trabajar, la familia pierde un ingreso y hay que costear defensas.

No menos delicado es la pesadilla que sobreviene. Las represalia­s y el miedo a sufrirlas están a la orden. Y por largo tiempo.

Finalmente, lo central: la conciencia. Quien haya pasado por esta acción tan crucial, como es matar para defenderse, sabe que las cosas nunca más vuelven a ser como antes. Nunca.

¿Qué hacer, entonces? Difícil postularlo desde un teclado. Cada situación es desgraciad­a, única, crucial. Si hay tiempo de pensarlo, la respuesta clara es llamar a los encargados de cuidarnos. Si no van o si llegan tarde, siempre habrá tiempo para protestar y reclamarle­s.

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