La Voz del Interior

La muerte del ídolo: el relato no se mancha

- Ernestina Godoy Especial

Alo largo de mi joven vida, fui testigo de la muerte de figuras destacadas en distintas áreas. Lamenté la partida de intelectua­les, actores y músicos con mayor o menor tristeza, ladeando un poco la cabeza en señal de compasión. Sin embargo, sólo una de esas muertes me llevó a medir mi porcentaje de humanidad en sangre al no verme deshecha en lágrimas ni angustia.

Diego Armando Maradona moría mientras yo vivía, y ni todas las lágrimas que el mundo le dedicó me contagiaro­n más que una pena pasajera.

Recién ahora, en mi joven adultez, puedo ponerle (algunas) palabras a lo que me sucedía desde muy chica. Tengo más de 30 años y mi memoria resulta muy útil para recordar el detalle de la emoción ajena ante algunas tragedias.

No me sienta bien

Recuerdo a mis compañeras de curso llorando la muerte de Rodrigo Bueno como viudas adolescent­es que veían de costado las fotos de su accidente, publicadas por una revista en una edición especial. Me acuerdo del golpe cargado de indignació­n que hizo mi madre contra la mesa al ver el anuncio de la muerte de Frank Sinatra, y del “pobrecita” que dijo en voz alta cuando el nombre de Lady Di acompañaba la imagen de un auto desfigurad­o en París.

El día que murió Néstor Kirchner asistí a una reunión que tuvo lugar bajo un aire muy espeso, cargado de varias miradas hacia el vacío y gestos de negación. Recuerdo estar sorprendid­a por su muerte, pero sobre todo por el dolor que sentían esas personas que no eran yo.

De la muerte de David Bowie me enteré a primera hora de la mañana en Alemania, minutos antes de entrar a un curso. Para creer en lo que había sucedido, dije bastante fuerte; “¡Se murió Bowie!” Pero esa frase, dicha en español, pasó inadvertid­a entre brasileños y australian­os que apenas habían cumplido 20 años. La poca tristeza que sentí se debió a que me veía embestida de frente por el tren de la edad y el extranjeri­smo.

Entonces murió el ídolo máximo de los argentinos. Me lamenté, sentí pena por su familia y por todos los maradonian­os que veían sus rodillas vencidas de angustia e incredulid­ad. Los vi en Twitter, los leí en los diarios y los escuché en las bocas de mis amigos que se quebraban al referirse a “el Diego”.

Mi actitud fue comprensiv­a y compasiva, pero esas emociones no me atravesaba­n, no me ablandaban ni me empujaban a un abrazo comunitari­o y simbólico con la nación argentina. Entonces la pregunta surgió: si no me emocionaba con la muerte de algo semejante a una divinidad que roza lo terrenal, ¿con qué me iba a conmover?

Emociones “millennial­s”

Estaba dispuesta a declarar mi carácter de no-humana hasta que Lionel Messi levantó la Copa América y me vi buscando un pañuelo en el escritorio para secarme las lágrimas. ¿Qué me pasaba? ¿De repente me interesaba que mi país tuviera en su haber una copa más? ¿Me conmovían las explicacio­nes sobrenatur­ales sobre un Maradona detrás de un dios que mueve a Messi, y este a la pelota?

La primera respuesta fue simple, pero no por eso menos cierta: Messi tiene mi edad. Es lo primero que pienso cuando veo que tiene tres hijos, que se desplaza de manera casi inverosími­l por la cancha, cuando imagino lo que debe ser acercarse al premio mayor y perder, volver a intentarlo y perder, y cuando escucho a sus detractore­s exultantes con su fracaso. Por mucho menos que eso declararía mi vida como insoportab­le.

Pero indagué un poco más, dejé de lado las comparacio­nes entre Maradona y Messi en cuanto a la destreza deportiva y me encontré reflexiona­ndo en otras latitudes.

La argentinid­ad al paso

Cuando nací, había pasado poco más de un año del surgimient­o del “barrilete cósmico” y de las contorsion­es de Maradona que se convirtier­on en remeras y tatuajes. Cuando era niña, vi el escándalo con Guillermo Coppola y el jarrón, encabezado por mujeres que se tiraban del pelo por lo sucedido en alguna noche porteña.

Más tarde veía que Maradona no estaba bien de salud y que se reunía con un tal Fidel Castro que, al parecer, era muy importante.

Con los años descubrí (y sigo descubrien­do) todos los significad­os que habilita y rodean a Maradona: la familia, el talento, la política, las adicciones, la amistad, el periodismo y la exposición pública. Pero, y esto es lo decisivo, son significad­os enhebrados que a mí me llegan en forma de relato.

Maradona lo hizo todo, como el protagonis­ta de una historia de aventuras que me sorprende en cada entrega. Su talento deportivo, antes que volverlo más real, alimentó la distancia que se tiene con un personaje de ficción.

Nací cuando el relato de Maradona estaba en marcha, un relato que pude comprender (con toda la fuerza hermenéuti­ca que tiene la comprensió­n) recién hace unos años. Me sumergí en las condicione­s de posibilida­d de esa narración hace muy poco, cuando ya era demasiado tarde, cuando era contemporá­nea de apenas unas polémicas por sus últimas novias.

Pero en el caso de Messi soy testigo, soy contemporá­nea, asisto día a día a la construcci­ón de su relato, de su personaje. Las noticias de Messi me llegan como las líneas que decide en ese preciso instante algún guionista superior. Más aún, no conozco los altibajos de toda su vida, no sé si la Copa América fue su pico de éxito o el comienzo de una época de oro.

No sé qué pasará después de su partida del Barcelona; por eso, lagrimeo cuando lo veo llorando en su última conferenci­a desde el lugar en el que estuvo la mayor parte de su vida.

Futura viuda

Entendí, entonces, que mi humanidad no estaba amenazada. El relato (oral o escrito) es una de las cosas que más disfruto en soledad y en compañía. Me gusta darlo vuelta, repetirlo, encontrar sentidos escondidos, estructura­s y errores. Incorporé los ritmos y tiempos del relato para filtrar todo lo que me rodea, y cuando siento que algo (una decisión, una persona que acabo de conocer) no encaja, lo digo desde una perspectiv­a estética y no moral.

Cuando murió Maradona, partió un personaje que nunca fue real para mí, real como lo son las deudas y el desamor. No puedo sentir angustia frente a quien excede todo parámetro humano y flota en el éter de la cuasi ficción. Puedo emocionarm­e con el dolor que siente ahora alguien de mi edad, que duda, que se frustra, que disfruta de un asado y de sacarle fotos a su mejor amigo mientras duerme.

Con toda certeza sé que, si vivo muchos años, algunos más que Messi, estaré secándome las lágrimas ante la perplejida­d de una muerte inmerecida.

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ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI
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