El costo de mantener lealtades ideológicas
Cuando Néstor Kirchner desembarcó en la gran escena nacional, tras la hecatombe de 2001-2002, intuyó que para consolidar su proyecto de poder necesitaba diseñar una inexpugnable coraza protectora, edificada con fidelidades inalterables. El ahora difunto dirigente peronista percibió que reflotar los enconos setentistas y abrazar la causa de los desaparecidos durante la última dictadura militar le suministrarían la materia prima política necesaria para lograr ese objetivo.
El olfato de Kirchner no se equivocó: una vez que es convenientemente seducida (o más bien hechizada, como en este caso), no hay nada más leal que la izquierda, en particular la izquierda nacionalista, que siempre soñó con guiar al movimiento que fundó Juan Domingo Perón.
A Néstor, tras su guiño providencial, le costó muy poco trabajo borrar de un plumazo la actitud poco comprometida con las causas de la progresía “nacional y popular” que mostró antes de ser presidente, de la misma manera que tampoco fue trabajoso para su esposa Cristina archivar para siempre sus épocas de desdén hacia los mismos ideales, cuando en la década de 1990 era una estrella fulgurante del Congreso de la Nación.
Una vez que Kirchner introdujo los tentáculos de su proyecto de poder en la causa de los desaparecidos, la fracción de izquierda que cortejó al peronismo desde las épocas de su proscripción enseguida consolidó su deslumbramiento con el matrimonio patagónico, que había llegado para reivindicar su lucha.
Después de tantos desencuentros, el movimiento popular por excelencia de Argentina les abrió de par en par las puertas a aquellas ideas que, sobre todo en su versión más revoltosa, incomodaron a Perón en el ocaso de su vida.
La “empatía” de la dupla Kirchner-Fernández con las consignas y con la cosmovisión de la izquierda nacionalista no le redituó al nuevo matrimonio “progresista” de Argentina el éxito eterno en las urnas, aunque sí le garantizó la férrea lealtad esperada. Entonces la única verdad dejó de ser la realidad, como pregonaban Aristóteles y hasta el propio “general”, porque ahora las ideas reemplazaron a los hechos concretos: en otras palabras, esto significa que un ser viviente con cuatro patas que mueve la cola y ladra no será un perro en la medida que el catálogo de ideas kirchneristas indique que ese animal no existe.
A partir de 2003, y no se sabe por cuánto tiempo, sectores de clase media que son especialmente expresivos en ámbitos intelectuales y culturales y que en la década de 1990 rechazaron con fuerza las corruptelas menemistas tanto como al neoliberalismo, desde hace casi dos décadas reaccionan ofendidos ante el más mínimo señalamiento crítico hacia los oscuros negociados kirchneristas.
En 2004, Néstor mandó a descolgar de las paredes del Colegio Militar de la Nación los cuadros de Jorge Rafael Videla y de Reynaldo Bignone, mientras su viuda simboliza la resistencia hacia los poderes concentrados y el alineamiento con líderes revolucionarios y “antiimperialistas”: nada importará más que eso, jamás.
Esos círculos contrariados con su condición de clase (aunque lejos están de renunciar a esta) dotaron durante todos estos años de contenido dogmático a un partido-movimiento al que, si algo no le faltó desde sus orígenes, fue pragmatismo. Esa usina ideológica con visos de izquierda nacionalista y latinoamericanista formalizó así su amalgama con la base peronista clásica, de distinta extracción social (peronistas de Perón y Evita y de todos sus herederos) y con sectores de clase media y baja sin adhesión partidaria estricta, aunque convencidos de que los días más felices para la víscera más sensible de los seres humanos (el bolsillo) siempre fueron con gobiernos peronistas (esta porción de la sociedad no es especialmente sensible al discurso sobre valores como república, libertad o lucha contra la corrupción).
La extrema lealtad de los círculos dogmáticos que autoperciben al peronismo kirchnerista como la máxima expresión de soberanía política, independencia económica y justicia social obliga a Cristina Fernández de Kirchner y a sus acólitos a mantener la épica inaugurada en 2003, pese a que el relato muestra inquietantes síntomas de agotamiento y pérdida de eficacia.
La inexorable crisis del modelo de distribución populista, que se agravó con la pandemia y priva al kirchnerismo de la abundancia de recursos económicos necesarios para mantener el andamiaje simbólico-discursivo montado desde el Estado, hace notar los magullones de tantos años de ejercicio del poder, la brusquedad de los métodos (que buscan más imponer que convencer) y el desparpajo con el que conduce el país Alberto Fernández.
Hoy desarmar la épica por las urgencias coyunturales sería casi inútil y hasta suicida, por el riesgo de golpear letalmente la moral del leal núcleo duro tan eficazmente edificado por la familia Kirchner.
Ya no hay más remedio que seguir alineado con el chavismo venezolano y con el anquilosado régimen cubano, mientras Alberto admite, de yapa, su pasado juvenil “revolucionario”, prolijamente camuflado por su militancia en el cavallismo y por un cargo en el gobierno menemista.
Desarmar la épica por las urgencias coyunturales sería casi inútil y hasta suicida, por el riesgo de golpear letalmente la moral del núcleo duro.