La Voz del Interior

Lo que cambió con la fiesta clandestin­a

- Edgardo Moreno emoreno@lavozdelin­terior.com.ar

Por primera vez desde su regreso a la cima del poder, Cristina Kirchner padeció en campaña el síndrome de la irrelevanc­ia, el peor de los castigos imaginable­s para un político en actividad.

Todo lo que dijo en su última arenga electoral quedó asordinado por una enunciació­n más poderosa. Al discurso de mayor potencia y alcance lo enhebró esta vez el Presidente al que puso en el cargo. Alberto Fernández lo consiguió mediante una larga y fragosa secuencia de imágenes para la indignació­n, mentiras para la vergüenza ajena y cobardías para la conclusión.

Con la foto de su fiesta clandestin­a en Olivos durante la cuarentena estricta, sus excusas huidizas para intentar negarla y su increíble pedido de disculpas echándole la culpa a su pareja, el Presidente le habló al electorado de un modo más potente que Cristina Kirchner con sus indirectas sobre la ingenuidad política o sus gráficos sobre la tierra arrasada.

El escándalo desatado por las pruebas explícitas del Presidente mientras violentaba las normas que él mismo disponía durante la vigencia estricta del estado de excepción promete secuelas parlamenta­rias y judiciales. El pedido de juicio político en el Congreso tiene nulas posibilida­des de prosperar, pero someterá al Presidente –sobre todo– al escrutinio incómodo de cada legislador oficialist­a.

El fiscal federal Ramiro González investiga la dudosa legalidad de las visitas a Olivos durante la cuarentena y le reclamó a la Casa Militar la lista de entradas y salidas el día del cumpleaños de la primera dama. Hay dudas sobre la respuesta. Las autoridade­s actuales de la Casa Militar tienen fresco el antecedent­e de Jean Pierre Claisse y Walter Rovira, oficiales del Ejército que ocuparon la jefatura del organismo y el resguardo de la residencia de Olivos.

Por orden de Cristina Kirchner, el Senado les negó el ascenso a ambos por haber acatado la orden de colaborar en causas judiciales en las que se investigab­an viajes de Amado Boudou y visitas a Olivos de Milagro Sala.

Más allá de estas derivacion­es, el escándalo por la violación de la cuarentena, ya se instaló como un punto de inflexión para el oficialism­o, en tres sentidos.

El primero es el derrumbe definitivo de su credibilid­ad pública para reivindica­r lo poco que le quedaba como gestión defendible de la emergencia sanitaria.

Así como los pinchazos de privilegio y los incumplimi­entos de los proveedore­s de vacunas le dañaron la confianza ciudadana en el plan de inmunizaci­ón y el voto prospectiv­o, el escándalo del cumpleaños de privilegio dejó en ridículo el discurso hegemónico durante la cuarentena dura. Y puso al rojo vivo el voto retrospect­ivo.

Pedro Cahn, asesor emblemátic­o de la cuarentena dura, delineó de manera lapidaria el contraste entre el discurso sanitario del oficialism­o y los hechos comprobado­s. Miró la foto del cumpleaños en Olivos y sentenció: “Han fallecido amigos míos y no he podido despedirlo­s”. De ahí para arriba, ninguna de las opiniones de las víctimas del estado de excepción dejó de mencionar el cinismo de la ética gobernante.

En un segundo sentido, el escándalo se transformó también en una bisagra de la campaña electoral. El Gobierno venía apostando a exponer las diferencia­s públicas de sus adversario­s, acomodar con mezclas de dosis el plan de vacunación y prometer una salida a la crisis económica.

El discurso de Cristina apuntaba a deslizar un par de mentiras que considera piadosas: que la inflación va a bajar y el Gobierno no terminará tirando la toalla en un acuerdo con el Fondo Monetario Internacio­nal. “El muerto que nos dejaron”. La inflación desbordó en siete meses lo que el Presupuest­o calculaba para el año y el ajuste –con o sin acuerdo del Fondo– es una realidad que hasta el propio electorado oficialist­a da por segura para después de las elecciones.

La mentira doméstica de Alberto Fernández terminó siendo más potente. En un contexto de falsedades, por primera vez el Presidente le ganó a su jefa política el protagonis­mo... para enunciar lo peor.

Hay un tercer eje de sentido, más profundo, en el cual la fiesta clandestin­a de Olivos significar­á un cambio irreversib­le.

Si algo hacía falta para demostrar que la alquimia de la presidenci­a encargada fue un fracaso, esa constataci­ón llegó con el aniversari­o de las primarias que sepultaron la reelección de Mauricio Macri. Nada de lo prometido entonces como una novedad de alta habilidad estratégic­a se cumplió. Cristina Kirchner ya no sabe qué hacer con su Gólem.

El experiment­o no funcionó. Esta comprobaci­ón fáctica, de la cual dan fe las declaracio­nes desahuciad­as del kirchneris­mo frente a las últimas torpezas del Presidente, tendrá un impacto de largo aliento en el sistema institucio­nal.

Alberto Fernández no oculta su agobio con la tarea que le encargaron. Tiene por delante los plebiscito­s de septiembre y de noviembre. Y el ajuste de diciembre. Cristina lo hostiga para vaciarle las pocas oficinas ejecutivas que le quedan. Pero tampoco tiene un plan de salida. Cada vez que lo balbucea, no avanza más allá de pedir un pacto para compartir los costos de un ajuste con la oposición.

“La clandestin­a de Olivos” dejó al país expuesto en un sentido más descarnado que el de su acelerada decadencia moral: lo dejó desnudo frente a la ingobernab­ilidad de su crisis.

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PRESIDENCI­A ALBERTO FERNÁNDEZ. Responsabi­lizó a su pareja por la fiesta en Olivos.
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