El mejor regalo
Como cada agosto, multitudes invadieron centros comerciales buscando ese obsequio que celebre la infancia; no sólo la de los hijos e hijas sino, de alguna escondida manera, la propia.
Porque la alegría adulta no se limita al momento de entregar el paquete y festejar con risas; el disfrute comienza mucho antes, al imaginar qué les gustaría recibir, la aventura de buscarlo y encontrarlo y la intriga de esconderlo hasta el domingo.
“Hay más alegría en dar un regalo que en recibirlo”, dice el español Carlos Ruiz Zafón, lo que en cierto modo confirma la devaluación de la sorpresa; emoción que, con tanto anuncio publicitario, los chicos y chicas cambiaron por una exigente espera.
En el turbulento trajín cotidiano, cada familia pensó y repensó qué regalo sería el más apropiado para cada uno. Entre los deseos de unos y las posibilidades de otros, las diferencias son marcadas.
Para una gran parte de la población infantil, el regalo más apropiado hubiera sido un buen plato de comida; y no sólo en este domingo. Llenarían la panza, al tiempo que dejarían expuesta la emergencia alimentaria que sufre una dolorosa porción de la niñez argentina.
Otro obsequio ampliamente valorado sería devolverles su identidad a los “escolares”; niños que, aun con actividades académicas a través del sistema que tienen o pueden, siguen esperando recuperar lo que los distingue: el timbre de entrada, el olor del aula, la cercanía de los docentes, los recreos y ese compañerismo indispensable para crecer sanos.
Un obsequio especial surgiría de que ningún abuelo y abuela pase este domingo en un hospital, y así el festejo podría ser completo.
Y representaría todo un homenaje a la infancia que algunos dirigentes políticos regalaran algo de integridad. Políticos que comprendan que los importantes no son ellos, sino la gente que gobernarán. Tal vez así causarían verdadera sorpresa e interés entre quienes siguen esperando educarse en democracia.
Pero quizá lo anterior signifique utopías, lejos del alcance de padres y madres; idealizaciones que dependen de otros, que toman decisiones más amplias (aunque no por ello dejaremos de reclamarlas).
Más a mano de cada familia, ¿cuál sería entonces el mejor regalo o el que los chicos parecen reclamar con sus conductas cotidianas? Tiempo. No días, horas o minutos: tiempo disponible para saber quiénes son, cómo están, qué les preocupa y qué los apasiona.
Tiempo de padres y madres que deciden interrumpir el torbellino de obligaciones y compromisos para dedicarles una genuina atención, y con ello devolverles la nitidez de ser hijos.
Más allá de autitos, pelotas, ropa o muñecos, un buen regalo en este día podría ser renovar los votos de paternidad. Demostrar que, además de concebirlos y de parirlos, son elegidos cada día y para siempre.
Ellos y ellas existen de verdad cuando comprueban la satisfacción reflejada en el rostro de las personas que cumplen el rol de paternizar.
Cada mirada atenta, cada gesto aprobatorio, cada sonrisa ante sus logros y cada abrazo en las caídas les devuelven la entrañable condición que hoy se festeja.
Y el modo simple de cumplir sería apagar el teléfono, postergar ocupaciones, aplacar angustias y explicarles que de ellos depende la verdadera alegría.
Esta podría ser una manera de devolverles un derecho infantil indispensable: el de poder, a su vez, elegir hoy y cada día a esas personas como sus padres y madres.
Más allá de autitos, pelotas, ropa o muñecos, un buen regalo en este día podría ser renovar los votos de paternidad.