Esperanza rebosante
En nuestra sociedad solemos referirnos a la esperanza de diferentes maneras. Decimos: “La esperanza es lo último que se pierde”. O la identificamos culturalmente con el color verde, signo de vida, de renovación, de una nueva primavera. La realidad es que con la pandemia y con nuestra actual crisis social esta virtud, considerada teologal por la tradición de la Iglesia, no ha perdido su fuerza: muchos la están conociendo en serio.
El Catecismo de la Iglesia Católica señala: “La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo”.
Como se puede ver, a diferencia de otras virtudes, junto con la fe y el amor, la esperanza no nace de un esfuerzo humano, sino que es un don de Dios que nos debe encontrar abiertos, receptivos, para recién poder actuar.
También el Catecismo afirma: “La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad”.
Así lo vivió Santa Teresa de Calcuta, por quien estamos celebrando este mes de la solidaridad. En la sociedad de Calcuta, con necesidades de todo tipo, nada hubiese sido posible sin esa fuerza creativa de la esperanza.
Lo mismo para el arzobispo vietnamita Van Thuan, encarcelado durante 13 años por un régimen comunista. En sus últimos años de vida se transformó en un testigo de la esperanza que lo sostuvo en aquellos años de cautiverio: “He recorrido parte del camino, a veces con gozo, a veces en el sufrimiento, en la cárcel, pero siempre llevando en el corazón una esperanza rebosante”.