La consagración del “teenager”
Del laboratorio de modelos
teenagers de Cris Morena podríamos destacar a Nicolás Riera, Benjamín Rojas, Victorio D’Alessandro, Benjamín Amadeo, Gastón Dalmau o Agustín Sierra.
Para Cris Morena, la radiactividad hormonal trascendía deficiencias actorales o contenidos plastificados. Cuando el laboratorio cerró, los galanes crecieron a la deriva de sus genes. Algunos reflotaron con reality shows, como Sierra o Dalmau; otros se abocaron a la música, como Amadeo, mientras que Riera, Rojas o D’Alessandro fueron acomodándose a proyectos sin geografía.
Peter Lanzani en 2015 gritó en contra de estos orígenes protagonizando
El Clan. Que un director como Pablo Trapero eligiera a un ex Casi Ángeles para un papel como el de Alejandro Puccio despertaba sospechas. Pero todo prejuicio cayó ante la evidencia de una interpretación endiablada, lo que suele llamarse “revelación”.
Lanzani empieza una búsqueda agitada. En 2017 incursiona en tres géneros: un thriller distópico (Los últimos), una comedia (Sólo se vive una vez) y una de terror (Hipersomnia). Las películas fueron malas, pero le sirvieron a Lanzani para ir ajustando un color actoral cercano a la pesadumbre existencial.
Lanzani comprendió que su cuerpo tosco y sus facciones tristes y prematuramente avejentadas se ajustaban a personajes humildes y de perfil bajo. Así dio en la tecla con Un gallo
para Esculapio, 4x4 y El Ángel.
Elección de seres lúmpenes, marginales pero no desalmados, silenciosamente rabiosos con sus destinos.
Tampoco es menor que se apañe en cineastas como Bruno Stagnaro o Luis Ortega. ¿Acaso Lanzani sería nuestro Robert Pattinson, chico lindo negándose en el cine de autor? A diferencia de otros huérfanos de Cris Morena, Lanzani jamás se interesó por cultivar sex appeal; sus apariciones en televisión lo muestran desgreñado, bajo una feliz desidia hípster.
La pista veraniega
Existe un detalle en su trayectoria que debe leerse como una declaración de principios. Durante la temporada de verano de 2019, mientras Carlos Paz estrenaba dramaturgias insultantes, Lanzani desembarcaba con Matadero, obra conceptual en la que junto con Germán Cabanas desplegaban una coreografía salvaje, alegoría de la violencia masculina mutando a lo largo de la historia.
Por un lado, teatro sofisticado; por otro, plaza teatral imbécil. Lanzani no tomó el camino del autismo under ni del facilismo frívolo: confió en la sensibilidad obstruida del turista carlospacense y revirtió un suicidio comercial.
Sobre estas pistas hay que interpretar a su personaje en la miniserie
El reino. El producto podrá ser un derivado algorítmico: política más religión más dinero, todo multiprocesado en una narrativa efectista, pero en la actuación de Lanzani resplandece algo distinto, recursos mínimos, como una suave tartamudez que en ningún episodio cae en la tentación de caricaturizarse.
Un actor es extraordinario cuando cautiva incluso con guiones imposibles. ¿Qué habrá pensado Lanzani cuando leyó que su personaje se ponía a cantar en un anfiteatro vacío? La escena en su punto de partida inspira vergüenza, pero abriendo un agujero de gusano, Lanzani se adueña de la puesta en escena y logra un momento grandiosamente místico. Brecha de talento dentro de una chatura mainstream.
Lanzani es un convencido de que se puede ofrecer complejidad sin dejar de ser popular. Y eso es honrar el arte de la actuación.
Lanzani comprendió que sus facciones tristes y prematuramente avejentadas se ajustaban a personajes humildes y de perfil bajo.