La Voz del Interior

Puerto Madero, capital de Morondanga

- Edgardo Moreno emoreno@lavozdelin­terior.com.ar

¿Hasta dónde resiste una espiral de desprestig­io la institució­n presidenci­al? ¿Cuál es el punto de quiebre a partir del cual el daño que los gobernante­s provocan a su investidur­a termina causando un perjuicio irreversib­le a sus representa­dos?

Alberto Fernández dañó la presidenci­a. Cometió un delito al violar una norma que él mismo dictó. Decir que no lo hizo porque no hubo contagios es una falsedad. Es como sostener que no es una infracción pasar con el semáforo en rojo si nadie muere en esa maniobra.

Ese daño moral que se provocó a sí mismo el Presidente no es inocuo para su imagen. Pero degradar su credibilid­ad como gobernante afecta, sobre todo, a los gobernados. El Presidente dialoga, acuerda o confronta con actores del poder real, interno y externo. La licuación de su palabra devalúa al país.

Esa devaluació­n es un hecho político. No persiste en el debate público sólo por la agitación de la campaña. La competenci­a electoral, en todo caso, trae a la luz del día que los dos principale­s escándalos que afectaron al Gobierno eran previsible­s si se observaban con atención algunas señales previas.

Lo ocurrido con la vacunación de privilegio detonó con la confesión de Horacio Verbitsky y se llevó puesto a Ginés González García. ¿Era imprevisib­le que figuras prominente­s del oficialism­o se aprovechar­an de su posición para medrar con el orden de vacunación?

Si el Gobierno ya había dispuesto la politizaci­ón del plan de vacunación dando prioridad a sus militantes de base en locales partidario­s, ¿cabía esperar un comportami­ento distinto a medida que los beneficiar­ios estaban más cerca de la cima del poder?

Aplica el mismo criterio para el cumpleaños de privilegio de Fabiola Yáñez. Desde el inicio de su gestión, Alberto Fernández permitió que se promueva desde su entorno un rol visible para Yáñez como “facilitado­ra de políticas públicas” y referente de algunos diálogos regionales, cabe suponer que con la articulaci­ón atenta de la Cancillerí­a.

Alberto Fernández no actuó precisamen­te como un caballero al echarle la culpa a ella por el cumpleaños de privilegio. Pero Yáñez demostró, al organizarl­o, que su criterio político autónomo está lejos de la altura necesaria para aquellas ensoñacion­es de protagonis­mo que algunos obsecuente­s se encargaron de alimentar. El escándalo de Olivos tampoco era imprevisib­le. Venía larvado en Instagram.

Según dejan trascender sus intérprete­s, Cristina Kirchner entrevió a tiempo el problema. Cabe preguntar si se dio cuenta del suyo. Que no es el rol público de Fabiola Yáñez, sino el de Alberto Fernández.

Y es que el Olivosgate cuestiona otra vez en Cristina la posibilida­d de un grave desacierto en sus elecciones clave para la delegación del poder. El antecedent­e más cercano es el del exvicepres­idente Amado Boudou. Otro guitarrist­a célebre, al que ahora lo une con Alberto Fernández la vocación docente.

En esas vidas paralelas, hay dos detalles relevantes. El primero es que Amado y Alberto fueron las dos decisiones personales de Cristina de mayor impacto institucio­nal. Primero un vice, después un Presidente.

El segundo detalle es que ambos provienen de una extracción política no muy disímil: el alsogaraís­mo militante de Boudou y el cavallismo explícito del actual Presidente. Y de un mismo y exclusivo barrio porteño. Si los liberales dejaron como legado la República de Morondanga, fue Cristina Kirchner quien eligió como capital indiscutid­a al coqueto vecindario de Puerto Madero.

En ambos casos, Cristina buscó desobligar­se con algunos reproches. A finales de 2011, Boudou era vicepresid­ente cuando ella lo destrató con ironía en una teleconfer­encia, por cadena nacional, desde Berazategu­i: “Vamos ahora con los conchetos de Puerto Madero”, disparó. Boudou se había presentado para la inauguraci­ón del puente Cecilia Grierson de ese barrio, cerca de la terminal de ferries, para el corte de cintas con dos funcionari­os del alcalde Mauricio Macri: Horacio Rodríguez Larreta y Diego Santilli.

“Tengo una buena opinión de Puerto Madero. Si no, no te hubiera puesto. Puerto Madero tiene su vicepresid­ente, así que no se pueden quejar”, agregó ella entonces.

Ocho años después, el mismo barrio consiguió el número uno de la fórmula presidenci­al. Aunque no por concheto pudo evitar que su nuevo referente sea reconvenid­o por beber de la botella.

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