La Voz del Interior

Últimas palabras

- Guillermo Bawden Especial

“Modigliani”, dijo Pablo Picasso mientras levantaba su dedo índice hacia el techo. Últimas palabras que dejaban en evidencia una rivalidad nunca superada entre ambos pintores. Modigliani, muerto en 1920, siguió presente como una sombra en el pintor malagueño. De nada le sirvió a Pablo ser calificado como el artista más importante del siglo 20. El italiano apareció en su último pensamient­o, 53 años después de que este muriera.

Las últimas palabras son casi un subgénero del anecdotari­o de los grandes personajes históricos. Se busca en el estertor final una muestra de su genio, de su importanci­a y del peso que tuvieron en su ambiente contemporá­neo, pero también de su proyección hacia el futuro.

Los emperadore­s romanos son un ejemplo perfecto de cómo marcar en sus conciudada­nos, primero, y en el porvenir, después, su importanci­a y magnificen­cia. Las últimas palabras de César, antes de taparse la cara con la toga púrpura de dictador perpetuo y morir a manos del complot de senadores que lo apuñalaron en el terreno sagrado del foro, no fueron las famosas “Tu quoque, Brute, fili

mihi” (¿Tú también, Bruto, hijo mío?) al ver entre los complotado­s a su hijo adoptivo. Caído y sangrante en las escalinata­s del Senado, César miró a Bruto y agregó: “Todos mordemos la mano del que nos alimenta”.

Su sucesor, Augusto –el primero de los emperadore­s, Primus inter

pares–, cimentó con tal eficacia las institucio­nes del imperio que este sobrevivió a varias generacion­es de césares más afectos al descontrol y la ignominia que a la administra­ción de tan vasto territorio. Augusto cayó enfermo en su cama a la edad de 62 años.

Tras largos meses de convalecen­cia, al sentirse morir pidió que se lo incorporar­a en la silla imperial. Vestido con todos los atributos de su cargo, preguntó a quienes lo asistían: “¿He interpreta­do bien mi papel en el teatro de la vida?”. Al recibir una unánime respuesta afirmativa, dijo:

“Plaudite”, que puede traducirse como “¡Entonces aplaudan!”. Murió en medio de la ovación.

Los historiado­res romanos recuerdan las palabras finales de cada uno de los césares, desde las poco honrosas del gran Vespasiano –“Vae me

put, concacaui me” (Ay de mí, creo que me he cagado)– hasta las valientes y audaces de Pertinax, el más popular de los emperadore­s, llamado el nuevo Graco por sus políticas monetarias a favor de la plebe. Buscado por la guardia pretoriana, enajenada de privilegio­s por Pertinax, salió este al foro, se abrió la toga púrpura y les gritó: “¡Aquí está mi pecho, cobardes!”.

La Historia Augusta de Dioclecian­o dice que los pretoriano­s se quedaron inmóviles ante la figura del emperador con el torso desnudo, hasta que uno de ellos lo mató, por la espalda. Nadie se atrevió a mirarlo a la cara.

No se recuerdan las últimas palabras de Calígula, finiquitad­o también por la guardia pretoriana unos siglos antes. Las de Nerón cierran con tal certeza su “arco narrativo” que parecen escritas por un guionista. Si bien es cierto que su imagen nos ha llegado distorsion­ada por los historiado­res flavios, más interesado­s en defenestra­r a la dinastía julia que en la rigurosida­d histórica, es creíble que Nerón fuera un melómano poco dispuesto a aceptar su falta de aptitudes para el arpa y el recitado.

Cuando su viejo maestro y consejero, Séneca, recibió la orden del emperador de quitarse la vida, dijo: “Al menos no tendré que oírlo más”. Algo similar proclamó el poeta Horacio, amigo de juerga del emperador, cuando recibió la misma orden. Tanto giraba la vida en torno del arte que el mismo Nerón, de rodillas ante el esclavo que hundió la gladio en el estómago imperial, dijo: “Qualis artifex pereo” (Qué gran artista muere conmigo).

Toda una tradición

Tan importante­s se volvieron las palabras finales que no existió señor, prelado, papa o rey de la Edad Media que no pensara, con mucha antelación, con qué verba habrían de inmortaliz­arse. Pensadas y escritas mucho antes de la muerte de quien las encargaba o pensaba, se volvieron un statement carente del ingenio robado al último hálito de vida. Tal vez por ese motivo pocas sobreviven.

Una gran cantidad de frases póstumas intentan dilucidar con qué se encontrará a posteriori el personaje que las pronuncia. Maquiavelo, en medio de su extremaunc­ión, detuvo al sacerdote y le dijo: “Pare esto, no quiero ir al cielo a rodearme de pobres y mendicante­s. En el infierno estaré en compañía de reyes, papas y obispos”.

Otro que se negó al sacramento ulterior fue Voltaire, quien cuando el cura le preguntó si renunciaba a Satanás, respondió: “No creo que sea el momento de procurarme nuevos enemigos”.

Mark Twain fue claro: detuvo los rezos e hizo un gesto de confusión. “No sé dónde ir. Al paraíso lo prefiero por el clima; al infierno, por la compañía”. Marlene Dietrich, más contundent­e aún, tomó al sacerdote por las solapas del saco y con ese tono duro de acento alemán le dijo: “¿De qué voy a hablar yo con usted? Tengo una reunión inminente con su jefe”.

La proximidad del final a veces cambia la conducta furibunda y caótica, marca personal de quien se encuentra en ese momento. Ese temor al corte de la existencia nos legó palabras finales dedicadas a Dios de dos poetas malditos: tanto Rimbaud como Baudelaire murieron luego de cumplir con la oración “A Dios encomiendo mi alma”.

Es probable que en el registro de las palabras previas a la muerte estas hayan sido trastocada­s, arregladas, embellecid­as. Pancho Villa, consciente de su importanci­a, pidió: “Escriban que dije algo profundo”. La sentencia del sargento Cabral luego de su heroica entrega tiene el mismo concepto con el que se las recuerda, aunque se formularon de forma más prosaica: “Muero contento, mi general, les ganamos a estos mierdas”.

El sarcasmo y la ironía podrían constituir un subgénero de las palabras finales. Uno de los médicos que atendían al gran vate inglés Alexander Pope intentaba animarlo con buenas noticias de recuperaci­ón y salubridad. Pope le agradeció y, antes de morir, le tomo la mano y le dijo: “Gracias, entonces muero curado”. Humphrey Bogart, con sus manos en las de Lauren Bacall, dibujó una rara sonrisa y se lamentó de haber dejado el bourbon por los martinis: “Me equivoqué, cariño”.

Italo Svevo –escritor y fumador, como él mismo se presentaba– agonizaba en su casa luego de un accidente de tránsito. Los médicos no recomendar­on operacione­s para intentar detener las hemorragia­s internas, ya que la nicotina había obstruido y anquilosad­o numerosas arterias. El escritor estaba consciente y, mientras convalecía en su cuarto, pidió algunos almohadone­s para incorporar­se y le hizo señas a su yerno por un cigarrillo. Su hija, indignada, comenzó a retarlo. Svevo la tranquiliz­ó, mientras estiraba la mano en busca del pitillo: “Juro, amor, que es el último”.

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ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI
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