La Voz del Interior

Bajar la vara, el gran mérito de la clase política argentina

- Laura González

El gran “mérito” de los políticos argentinos, si es que usted lector o lectora acepta el término “mérito”, ha sido el de bajar la vara. Ya no aspiramos alto. No; todo es ahí, bajito.

Los argentinos hemos dejado de reclamar reformas profundas y estructura­les de nuestras institucio­nes, esas que nos permitiría­n a todos mejorar nuestra calidad de vida y pensar en un mejor futuro para nuestros hijos. Festejamos logros mínimos, menores, de corto vuelo.

Es como si tuviéramos el bosque incendiado y celebráram­os, cada tanto, que el árbol sobre el que estamos parados tiene alguno que otro brote verde. Es un conformism­o manso, acorde con una degradació­n muy lenta, pero progresiva, de aquellos pilares fundamenta­les sobre los que construimo­s una sociedad democrátic­a.

Lo gravísimo de esto es que pasamos a naturaliza­r flagelos que nos debieran escandaliz­ar o, como mínimo, movilizar. La dirigencia política, todos en mayor o menor medida, han contribuid­o en mochar a diario las expectativ­as de grandeza que alguna vez pudimos haber tenido.

Ante los crecientes casos de insegurida­d, acompañado­s de violencia extrema cada vez con mayor frecuencia, los ciudadanos agradecemo­s, cuando somos víctimas, que al menos seguimos vivos. O que si desvalijar­on la casa, al menos no estábamos presentes. O que si nos encerraron en el baño, al menos nos trataron bien.

Ante una inflación que no cede –poco más, poco menos, reportamos índices superiores al 25% anual desde hace 15 años–, nos conformamo­s con que las paritarias más o menos compensan, sin tener en cuenta que sólo la mitad de los trabajador­es argentinos está bajo el paraguas de un convenio colectivo. El resto se las rebusca como puede y, como no se mide con exactitud cuántos son, para el Estado casi no existen.

Ante una pobreza que al fin de 2020 afectó al 42% de los argentinos, nos consolamos con que menos mal que está la mano del Estado con una batería de asignacion­es monetarias o asistencia en comedores que morigera esa tragedia. “Menos mal”, nos decimos, porque así el malestar social no gana violentame­nte la calle y esto no se convierte en un 2001.

En la prepandemi­a, apenas el 50% de nuestros adolescent­es terminaba la secundaria. Entre quienes terminaban, el 60% no lograba resolver un problema simple de matemática­s y el 40% no comprendía plenamente un texto. Sin embargo, nos dimos el lujo de sacar a la educación de las prioridade­s urgentes y cerramos las aulas un año entero, y a medias casi otro año. Las mismas autoridade­s aseguran que se priorizaro­n los contenidos más básicos y nadie admite que en estos dos años los conocimien­tos aprehendid­os efectivame­nte serán mínimos.

Como país agroindust­rial, somos muy buenos y competitiv­os en la producción de carne vacuna, granos y sus derivados, casi nuestra fuente excluyente para generar los dólares que los argentinos tanto apetecemos. Pero nuestra dirigencia cierra la exportació­n y dice que está bien, porque así la carne dejó de subir en el mostrador. Construye una épica en torno de eso, sin siquiera hacer el intento de acordar una agresiva política exportador­a desacoplad­a del vacío y la costilla del soberano asado criollo.

Nos conformamo­s con poder pagar en 30 cuotas una heladera y ya dejamos de aspirar a que los jóvenes puedan pagar su casa en 20 años. Traemos el gas desde Bolivia en gasoductos que pasan por el norte del país, cuyas provincias, salvo casos excepciona­les, no tienen gas. Esa energía no es para ellos, sino para las grandes urbes del centro del país.

Nos conformamo­s con los aeropuerto­s del interior clausurado­s, con que familias enteras decidan mudarse de país, con que las universida­des sigan con sus gigantesca­s aulas vacías.

El mejor reflejo de ese espíritu conformist­a que afecta a los argentinos puede resumirse en el eslogan de campaña del Frente de Todos: “Volver a la vida que queremos”. La frase da por hecho que todos queremos volver a la vida anterior. Se sobreentie­nde que es antes de la pandemia, pero no admite la pregunta pública de si está bien la vida que teníamos antes o qué podríamos hacer para mejorar lo que vivíamos hasta entonces.

La pobreza, el deterioro educativo, la alta inflación o la informalid­ad laboral estaban antes tan presentes como ahora. Sí, se acentuaron, pero hasta nos parece normal y justificad­o que así haya pasado. “¡Hubo una pandemia!”, nos decimos.

Hemos logrado como nación consolidar nuestro régimen democrátic­o desde 1983 a esta parte, y eso sí es un mérito colectivo. Pero tenemos enormes deudas de inclusión social, económica y educativa. Y ahí el mérito, invisible por supuesto, ha sido el de bajar la vara: ya no reclamamos por más. Agradecemo­s, sin darnos cuenta, el ir por menos.

Naturaliza­mos altos índices de inflación, pobreza e insegurida­d. Ya no aspiramos a lograr mejoras que eleven nuestra calidad de vida.

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LA VOZ/ARCHIVO EDUCACIÓN. El año entero sin clases por la pandemia será difícil de recuperar.
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