La Voz del Interior

Alberto Fernández y el fin de la vida pública

- Erick Kammerath Investigad­or de la Fundación Libre

Apocos días de las elecciones de medio término, el presidente Alberto Fernández atraviesa momentos difíciles. Los “vacunados vip”, el incremento de la pobreza, el fracaso sanitario en torno de los más de 100 mil muertos que lo convirtier­on en esclavo de sus propias palabras, las “visitas vip” a la Quinta de Olivos y las fotos y videos (que no cesan de aparecer) de los festejos llevados a cabo allí (en plena cuarentena estricta), son sólo algunos de los motivos que hicieron caer su imagen de forma estrepitos­a en pocos meses.

En este sentido, la preocupaci­ón de Fernández por la pérdida de legitimida­d de su figura se hizo evidente. Luego de ser criticado y acusado de culpar a su “compañera” Fabiola Yáñez por la reunión en Olivos, reapareció en el acto de inauguraci­ón del Centro Universita­rio de Innovación, para desdecirse y asumir la responsabi­lidad por lo sucedido. Allí, además, en un intento por demostrar que su determinac­ión y autoridad permanecen intactas, el Presidente aprovechó la ocasión para avisar, mediante un enojo sobreactua­do, que no lo van a hacer “caer” por aquel “error”. Pues tal vez caer no sea la palabra adecuada, pero, en año de elecciones y según arrojan los últimos sondeos, el escándalo de Olivos afectaría el voto en perjuicio del Frente de Todos. Así, hasta Cristina Kirchner parece pasarle factura a su compañero de fórmula cada vez que decide humillarlo en público.

Seamos claros al respecto: si somos realistas, lo más probable es que el pedido de juicio político a Fernández por parte de la oposición quede en la nada. Ello no significa que en una sociedad que se respeta no deban existir quienes al menos sugieran una instancia de estas caracterís­ticas. Es que la discusión en torno de lo sucedido no puede agotarse en la imagen electoral del Presidente y su partido.

Lo hecho por Fernández no sólo fue un acto personal de hipocresía moralmente condenable. Fue más que eso: configuró un delito. Representó tanto la violación de una “medida adoptada” para impedir la propagació­n de la pandemia como la desobedien­cia al decreto presidenci­al 576/2020, que prohíbe eventos “de cualquier índole” que “impliquen la concurrenc­ia de personas”.

Ahora bien, cuando Fernández “asumió” su “error” lo hizo en nombre de Alberto y no en nombre del presidente de la Nación. Esto significa que, por más que son la misma persona, Fernández se ocupó de disociarse a sí mismo: por un lado está la persona que hizo la ley; por el otro, quien la incumplió. Así, la primera es el presidente: ese personaje que prometió ser implacable con los “idiotas” (como él mismo los llamó) que rompieran las normas. Es la persona pública. La segunda, en cambio, es simplement­e Alberto: un “individuo privado” que, a diferencia del anterior, pretende ser reducido a “un manojo de atributos, deseos, traumas e idiosincra­sias personales”, tal y como, en su Pedir lo imposible ,lo describirí­a el filósofo Slavoj Zizek. Alberto sería entonces alguien que se puede equivocar, una persona común, como todos.

Esta distinción entre los dos Fernández en absoluto es inocente. Sirve para ex culpar y aminorar responsabi­lidades. De este modo, por ejemplo, el Presidente novio la sus propias normas sino que se limita a dictarlas. Quien las viola es Alberto, una persona distinta y falible. Luego, el delito se convierte en un mero error, y errores cometemos todos.

Con un “reconocimi­ento” del desacierto y unas “disculpas”, con “hacerse cargo y dar la cara”, debería entonces bastar para poder pasar a otra cosa. Algo que, sin embargo, de ninguna manera aplica al resto de los “individuos privados” que conforman la sociedad civil. Los escrachado­s y multados por no cumplir la estricta cuarentena estipulada por el oficialism­o se cuentan de a miles. Ni hablar de aquellos que sí cumplieron las normas y que, por ello, no pudieron ver a sus familiares o despedirse de ellos, o que sufrieron el cierre de sus negocios y la pérdida de los ahorros de toda su vida.

Pero retornemos al artilugio discursivo de Fernández. Zizek sostiene que al contrario de lo que suele afirmarse respecto de que “todo está a disposició­n de los medios de comunicaci­ón y que ya no tenemos vida privada”, en verdad lo que ya no tenemos es “vida pública”: “Lo que está desapareci­endo realmente aquí es la propia vida pública, la misma esfera en la que uno funciona como un agente simbólico que no puede ser reducido a un individuo privado”.

De ser así, Fernández personific­ó un excelente ejemplo, pero sólo de forma parcial, cuando más le convino. Sucede que los argentinos no podemos negar que vivenciamo­s la faceta pública de Fernández. Es la faceta que vemos en el momento en que pretende indicarnos cuándo podemos circular y trabajar y cuándo no. Es la faceta de quien nos reta y se “preocupa” por nosotros. Es el Fernández paternalis­ta, tanto que a veces incluso puede confundir Estado y gobierno. De modo que, al menos en nuestro país, la vida pública no se extinguió, sino que se distorsion­ó.

En este escenario, lo que nos queda es cuidar que la vida pública de nuestros representa­ntes permanezca siendo pública incluso cuando no es de su beneficio. En otras palabras, evitar la impunidad. No permitir, por ejemplo, que la admisión forzosa de un delito se disfrace de admisión honesta y voluntaria de un simple “descuido”. La vida pública de Fernández, como la del resto de nuestros políticos, rige con sus aciertos y errores o no rige en absoluto. Esta es la única manera de lograr que la vida pública en nuestro país no desaparezc­a.

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PRESIDENTE. Reconoció que la fiesta de Olivos fue un “error” y pidió disculpas.
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