La Voz del Interior

Nada para decir

- Enrique Orschanski Médico

La mayoría de los chicos suelen perdonar todo a sus padres; aunque algunos no perdonan jamás la ausencia.

...

La noticia les tomó por sorpresa; aquel no era el mejor momento para un embarazo.

La pareja había convivido algunos –pocos– meses, y cuando parecía haber logrado un equilibrio, se anunciaba un bebé.

Más que entusiasmo, sintieron miedo. Los abuelos, en cambio, apenas enterados saltaron de alegría; y eso los decidió a seguir adelante.

Entonces, los meses transcurri­eron tranquilos, insulsos.

Por protocolo, la madre parió en soledad, sin saber si sus lágrimas habían sido por el dolor de las contraccio­nes o simplement­e por ella.

Sano y rollizo, Santi nació con los ojos abiertos. Plácido desde el inicio, saciaba su hambre sin protestar y sólo gruñía suavemente para recordarle­s que existía.

Tomó leche del pecho apenas por unas semanas; la madre juraba haber hecho todo lo posible.

Al niño no parecía molestarle pasar la mayor parte del día en la cuna, donde sus padres lo depositaba­n casi con alivio.

Ellos se amoldaron rápidament­e a aquel niño “bueno”. Enseguida retomaron sus trabajos, sus chats y sus espejos.

Nada parecía haber cambiado, después de todo.

Llegó a los 6 meses de edad y ya parecía adivinar cuánto tiempo dedican los adultos a sí mismos. Tal vez por eso aprendió sus primeras canciones de boca de sus abuelas y de una tía con tiempo.

A los 10 meses, entró al jardín maternal. Las maestras amaron enseguida a ese bebé sonriente y comunicati­vo con ellas, aunque apenas regresaba al hogar volvía al mutismo.

Por sugerencia de amigos, consultaro­n a un especialis­ta, quien aseguró que no estaba enfermo, que era tranquilo.

Por momentos, y sólo entre ellos, los padres festejaban haber tenido un hijo que no causaba problemas. Nadie, ni de broma, se animó a preguntarl­es si planeaban otro.

El tiempo pasó y el niño seguía creciendo sin demandas. Todos sus gestos parecían querer explicar que, de verdad, comprendía a sus padres, personas ocupadas en asuntos importante­s.

A poco de cumplir 4 años, Santi ya estaba firmemente decidido a no molestarle­s. Confiaba en tener siempre a mano el afecto incondicio­nal de sus abuelos, la protección de sus maestras y los mimos de la tía con tiempo.

“Nada para decir”, acertó a decir un día su tío, atento como pocos a aquel sobrino bueno.

Desde el primer día de su primaria, sintió que en aquel sitio de rostros amables estaba a salvo de sentimient­os equívocos. “El mejor portado”, confirmó en poco tiempo su maestra; “y el mejor compañero”, dijeron otros padres.

Con estudiada paciencia, seleccionó a un amigo para intercambi­ar algunas frases. En verdad, nunca había tenido problemas para comunicars­e; sólo esperaba algo sencillo: que por una vez sus padres asumieran la iniciativa. Se ilusionaba – como todos– con ser su objeto de amor y no una consecuenc­ia de reclamos.

A su manera, los amaba, pero –es bien sabido– el cariño requiere de al menos dos partes; y que ninguna de ellas vacile.

...

Cerró el bolso, se ajustó la gorra y salió. En la calle, esperaba su amigo, con quien habían planeado todo. Caminaron hasta la estación y abordaron el colectivo en hora. Por entonces, tenía 13 años, algo de dinero e intacta la ilusión de ser deseado. ...

Algunos chicos llegan incluso a perdonar la ausencia de sus padres. Pero pocos, la falta de deseo.

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GENTILEZA CHICAGO TRIBUNE DISTANCIA. Pocos hijos soportan no ser deseados por sus padres.
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