La Voz del Interior

Derivación. Tras el 11-S, cómo toleramos la violación de los derechos humanos

Existían herramient­as jurídicas para responder a las amenazas y mitigar las declaracio­nes de guerra y odio luego de los atentados, pero faltó voluntad política.

- Carmen Rocío García Ruiz The Conversati­on

El 11 de septiembre de 2001, el presidente de los Estados Unidos George W. Bush (h) tenía ante sí una apacible mañana en una escuela de Florida. como narra en sus memorias, tuvo que estrellars­e el segundo avión para asimilar que estaban siendo atacados: “Mis pensamient­os se aclararon. El primer avión podía haber sido un accidente. El segundo era claramente un ataque. El tercero era una declaració­n de guerra. Me hervía la sangre. Íbamos a encontrar a los que lo habían hecho y les íbamos a machacar (…) Habíamos sufrido el atentado por sorpresa más devastador desde Pearl Harbor. Un enemigo había atacado nuestra capital por primera vez desde la guerra de 1812”.

Si, como dice Mauricio Meschoula, “la magnitud de un acto terrorista no está determinad­a por el tamaño del ataque, el monto de las víctimas o el daño material causado, sino por su impacto psicológic­o”, no cabe duda de que este fue devastador.

La tardanza en reaccionar del propio presidente evidencia lo impensable de esta amenaza para el imaginario colectivo. Súbitament­e, la sociedad occidental tomó conciencia de su vulnerabil­idad, al comprender que el enemigo ya no actuaba en conflictos lejanos a los que permanecía ajena e indiferent­e, sino que se movía con facilidad en sus propias estructura­s, dispuesto a atacar y atentar contra sus pilares. Y ese miedo, esa ansiedad permitió a los estados navegar con viento a favor al diseñar su respuesta más allá del derecho penal nacional e internacio­nal.

Desde los primeros discursos de Bush, este cambio de retórica es evidente. Al hablar de guerra contra el terrorismo, al simplifica­r la realidad dividiéndo­la entre el eje del bien y el del mal, al apelar únicamente a la fortaleza del Estado para responder al ataque, sin mencionar la comunidad internacio­nal, se optó por una estrategia al margen del Derecho Internacio­nal, y por tanto, de los estándares de protección establecid­os por las normas de derechos humanos, llamados a proteger a las personas de los abusos cometidos por los Estados. Se afirmó sin pudor: “Se hará justicia, ya sea trayendo a nuestros enemigos ante la justicia, o llevando la justicia a nuestros enemigos”.

Libertad o seguridad

Las reglas del juego habían cambiado. Y los Estados eran muy consciente­s de que sus ciudadanos estaban dispuestos a hacer concesione­s antes impensable­s. Cuanto mayor su miedo, mayor la parcela de derechos a la que estaban dispuestos a renunciar. Se diseñó un dilema en términos absolutos: libertad o seguridad.

El orden y la seguridad pasaron a ser la prioridad, no sólo para los Estados, sino también para una población que, puntual e intenciona­damente informada de los altos niveles de alerta antiterror­ista en que vivía, reclamaba a su Estado la adopción de medidas que le permitiera volver a sentirse segura, dispuesta a perdonar excesos y sacrificar derechos fundamenta­les propios y ajenos, en base a una doble creencia: nada tiene que temer quien nada tiene que ocultar y un Estado fuerte es aquel que responde con rotundidad a quienes amenazan su forma de vida.

Un Estado garantista fue percibido como débil, por lo que se otorgó carta blanca para actuar sin remilgos. Todo ello en el contexto de un llamamient­o a la unidad nacional que identifica­ba como traición cualquier atisbo de crítica a posibles desmanes al dejar claro que “quien no está con nosotros está contra nosotros”.

Así, se inició una guerra contra el terrorismo que estratégic­amente se tornó en lucha contra el extremismo violento, sin que existiese ninguna norma internacio­nal que definiese con precisión estos conceptos y establecie­ra límites a respetar.

Se normalizar­on ataques preventivo­s, detencione­s arbitraria­s, políticas discrimina­torias de migración, ataques contra la libertad de expresión y el derecho a la intimidad. En definitiva, graves violacione­s de derechos plasmados en instrument­os internacio­nales ratificado­s por los Estados que ahora los relativiza­ban con el beneplácit­o de sus ciudadanos. Nunca hubiese podido existir un Guantánamo sin esta complacenc­ia.

A pesar de la tragedia y la complejida­d de la situación, otra respuesta habría sido deseable. La definición del ataque como crimen contra la humanidad hubiese permitido situar la respuesta en el marco del Derecho Internacio­nal y fortalecer una entonces incipiente y ahora denostada Corte Penal Internacio­nal.

Existían herramient­as jurídicas para responder a la amenaza tan temida desde el respeto a los derechos tan arduamente conquistad­os, para mitigar las declaracio­nes de guerra y odio, pero no existió la voluntad. Y cuando esta falla, el Derecho Internacio­nal deviene en una quimera.

Como señaló Kofi Annan en 2002, “todos deberíamos tener claro que no hay ninguna contradicc­ión entre una acción eficaz contra el terrorismo y la protección de los derechos humanos. Por el contrario, creo que, a la larga, comprender­emos que los derechos humanos, junto con la democracia y la justicia social, constituye­n la mejor profilaxis contra el terrorismo”.

Tras el 11-S, el miedo y la ansiedad permitiero­n a los estados diseñar respuestas más allá del derecho penal nacional e internacio­nal.

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AP ZONA CERO. El sitio de la memoria donde se erguían las Torres Gemelas fue ayer el escenario central de la conmemorac­ión del 11-S.

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