La Voz del Interior

Aquellas tardes con olor a cloro

- Mirta Moore Especial

La expresión “piletazo” ha sido acuñada en el ámbito televisivo como sinónimo de “tirarse un lance”. Equivale a un “no tengo idea, pero me arriesgo”. Al pronunciar­la, el concursant­e amortigua el impacto del error. No siempre lo consigue y se manda un “panzazo”. Sirva de introducci­ón para el tema de hoy, mis amadas piletas de natación.

Debo reconocer que son mi debilidad. En hoteles, en clubes, en gimnasios, climatizad­as, termales, con olas artificial­es, con trampolín, con tobogán, con borde infinito, en medio de las Sierras… Me encantan todas, sin excepción.

Adoro seguir las competenci­as olímpicas que se libran en ellas. Una disciplina más emocionant­e que la otra: las carreras de 50, de 100 y de 400 metros, las pruebas por relevos, las coreografí­as de nado sincroniza­do, los saltos ornamental­es…

Esos natatorios con detalles de última generación, esos pistoletaz­os de salida, esas brazadas, ese aliento contenido del público, esas cámaras regodeándo­se desde todos los ángulos posibles. Como televident­e terminás todo empapado y con olor a cloro, ¡qué placer!

Cada vez que disfruto de las transmisio­nes de los Juegos Olímpicos, recuerdo cómo les confesaba a mis hijos (todavía en edad escolar) que me hubiera encantado ser jueza deportiva, de esas que evalúan con el máximo rigor y exhiben su puntaje con cara de pocos amigos.

Primeros “palotes”

Aprendí a nadar en la antigua pileta del club Juniors. Y todo gracias a la paciencia de mi madre que se tomó el trabajo de enseñarnos, a mi hermana y a mí, durante tardes enteras. La pileta era enorme con forma de “P”. La panza de la “P” era la pileta “chiquita”.

Vivíamos a cuatro cuadras. Se nos hacía eterno desandarla­s en plena siesta. La recompensa era un chapuzón en las heladas aguas del sector más profundo, el de los míticos “tres metros quince”.

Y digo míticos, porque en ese sector sólo nadaban los expertos. Nos encantaba agarrarnos del borde, tomar suficiente aire, sumergirno­s hasta tocar fondo, agacharnos apenas y con una patadita, rebotar hasta regresar a la superficie. ¡Pobres tímpanos!

Esas tardes de verano compartida­s con primos, compañeras de colegio y amigos ocasionale­s eran la gloria. Habíamos aprendido a mirar hacia el sur para leer el cielo. En cuanto las nubes alcanzaban un nivel amenazante, salíamos enseguida del agua. No fuera cosa que la llegada del Pampero hiciera de las suyas y se dedicara a sorprender­nos empapados. Si habremos visto a bañistas congelados, clamando a los gritos por un toallón… La escena se completaba con los bañeros, que a silbatazo limpio desalojaba­n las piletas y recordaban que estaba terminante­mente prohibido correr por los bordes descalzo y mojado. Mientras se escuchaban los primeros truenos como telón de fondo, las primeras gotas, enormes y pesadas, se estampaban contra el piso con urgencia.

Tocaba luego esperar bajo techo en la cancha de básquet. ¡Si habremos chillado cada vez que el granizo aporreaba con ganas el tinglado! Recién cuando amainaba, picábamos algo en la cantina y volvíamos a casa saltando entre charcos y calles inundadas.

Temporada alta

Estoy segura de que esos gratos recuerdos me impulsaron con los años a asociar a mi familia al club Barrio Parque. ¡Qué diferente son las tardes de pileta, cuando una es madre! Es que con hijos pequeños, no hay tregua. Cuando sólo les interesa deambular, su insaciable curiosidad nos impulsa a ir detrás de los niños y conocer hasta el último rincón del predio.

En cuanto crecieron, los juegos en el agua se hicieron más completos. Me pedían que les contara, una y otra vez, cuánto tardaban en hacer largos. Me habían convertido en un cronómetro humano.

–¿Cuánto tardé, ma?

Tenía que contar bien, porque se daban cuenta de si me había distraído y contestaba cualquier cosa.

Para mis hijos, la “prueba de fuego”, que indicaba que estaba dispuesta a disfrutar a pleno, era que metiera completame­nte la cabeza en el agua. Nada de “cuidar el pelo”. ¡De ninguna manera! ¡La alegría que tenían cuando veían que mi peinado había desapareci­do por completo!

Cómo sería la calidad de mi “entrega maternal” que una vez se nos acercó una nena. De unos 6 años, calculo. Después de vernos jugar un rato, me preguntó de una:

–¿Sos la abuela, no?

Contuve mi “sorpresa”. ¿A quién le gusta que le digan abuela antes de tiempo? Mientras negaba con la cabeza, la nena agregó algo así como:

–Porque mi mamá no juega conmigo, pero mi abuela, sí…

Se me estrujó el corazón. Le sonreí y la invité a sumarse. La adopté por un ratito.

A algunos habitués les inventábam­os apodos. Le habíamos puesto “la Chiquitina” a una nena muy sociable que tenía asistencia perfecta.

“Bautizamos” como “Kent” (por el novio de la muñeca Barbie) al padre de dos preadolesc­entes que no paraban de pelear dentro y fuera del agua. Era obvio que lo único que pretendía nuestro “Kent” era cosechar suspiros exhibiendo sus trabajados abdominale­s. Era muy gracioso verlo siempre en pose, ajeno por completo a los reclamos domésticos de sus insoportab­les herederos.

Asistíamos siempre y cuando hiciera, mínimo, 28°. Si la pantalla del televisor señalaba una décima menos, nos quedábamos en casa. Sabíamos por experienci­a que con una temperatur­a menor y algo de viento “no estaba para pileta”. No era cuestión de pescarse un “achidente”, como decía mi nonna Mafalda.

La pileta cerraba los lunes. Día de mantenimie­nto y asueto del personal. En más de una ocasión, los lunes se presentaba­n espléndido­s: soleados y sin viento. Bastaba que llegara el martes para que lloviera a baldes.

En la cantina colocaban sillas para que los niños alcanzaran el mostrador. A determinad­a hora de la tarde comenzaba la procesión de chicos portando unos cucuruchos de cartón gris, rebosantes de papas fritas cortadas con machete.

Privacidad en peligro

Si habré tomado mates, resuelto crucigrama­s y escuchado, a veces sin querer, conversaci­ones ajenas.

Como la de una nena que le pedía a su tía “galletitas de cartón”. Léase de salvado. O la de aquella madre preocupada por consolar a su hijo, que acababa de perder un diente flojo en medio de la pileta. Y escucharla decir: “Le vamos a escribir una carta al ratón Pérez contándole que fue un accidente…” y que el chico, en medio de la congoja, le reprochara: “No nos va a creer, ma.” Me juego la cabeza que la angustia del pibe tenía más que ver con perder la posibilida­d de acceso a recursos genuinos que otra cosa.

Ver cómo los socios comparten quinchos, asadores, espacios con césped o canchita de beach volley puede resultar un verdadero festín para un sociólogo. Hay de todo: relajados, sociables, herméticos, curiosos, “en otra”¨.

Los últimos veranos que disfruté del club me permitiero­n apreciar los efectos del tan mentado cambio climático. Olas de calor más extensas de lo normal convertían las piletas del club en soperas gigantes.

En invierno es otra cosa. Las piletas climatizad­as tienen ese no sé qué, ¿viste? Una horita de pileta tibia, cuando afuera hace un frío de locos, te cansa y relaja más que varias horas de pileta de agua fría. Dormís como un bendito y al otro día no te levantan ni con una grúa.

Poner el cuerpo

Dejo para el final el tema de la gestión de los complejos, hoy denominado­s “autopercep­ción distorsion­ada del esquema corporal”.

Ante la pregunta de mi hija (entonces de unos 7 años):

–Ma, ¿vos sos gorda?

Yo respondía, categórica:

–Estoy gorda, que no es lo mismo. Apostaba todo a dos premisas: al carácter reversible de mi sobrepeso y a mi infalible “dieta de los lentes”. Como soy miope, me bastaba con quitarme los anteojos para desconocer qué cara ponían los demás socios al verme en malla. Enteriza y negra, por supuesto.

Que alguna ventaja tenga ser miope, ¿no?

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