La Voz del Interior

Patear la pelota afuera

- Luciana Flores Licenciada en Administra­ción

Los recientes hechos de violencia realizados por los seguidores del expresiden­te Jair Bolsonaro en Brasil luego de la asunción del presidente Lula da Silva (como los acontecido­s tiempo atrás en Estados Unidos con el ataque al Capitolio por parte de los seguidores de Donald Trump) no pueden pasar inadvertid­os para una dirigencia nacional que se encuentra en los albores de un año electoral en el que, probableme­nte, se disputarán elecciones reñidas en el contexto de una sociedad igualmente polarizada.

Varias horas después de los sucesos en Brasil, Jair Bolsonaro rechazó las acusacione­s que se le atribuían por los acontecimi­entos y defendió la realizació­n de manifestac­iones, siempre que estas se llevaran a cabo de manera pacífica.

Sin embargo, no se puede negar que el hecho de haber sembrado dudas en sus seguidores acerca de la legitimida­d del proceso electoral durante tanto tiempo, la posterior resistenci­a a aceptar los resultados y la negación de la alternanci­a mediante la no entrega de los atributos del poder a su sucesor (tal como lo hizo la expresiden­ta Cristina Fernández de Kirchner en 2015) son caldo de cultivo para este tipo de conductas en la población.

Tal como lo describe Flora Charner, “simplement­e no puede darle a su gente la gasolina, los fósforos, señalarles la casa y luego afirmar que el incendio provocado no fue su culpa”.

Los dirigentes son también responsabl­es por las acciones de violencia que se generan en la sociedad, aunque luego no quieran hacerse cargo.

La hiperpolar­ización es un fenómeno propio de sociedades divididas por posiciones extremas, aparenteme­nte irreconcil­iables, en la que existen los fanáticos, pero también dirigentes que los estimulan, los incitan, aunque luego tomen distancia de las reacciones violentas una vez que estas suceden.

El clima de intoleranc­ia lleva a las sociedades dominadas por los extremos a considerar inconcebib­le el triunfo del otro. Bajo el pretexto de no aceptar el proyecto de una gestión con la que no coinciden, lo que en realidad no se acepta es la derrota.

En este contexto, una victoria del otro sólo puede concebirse en el marco de un fraude electoral, o, en el mejor de los casos, como consecuenc­ia de un traspié de la voluntad popular.

El kirchneris­mo recurre a los “desclasado­s” o a “la gente votando en contra de sus propios intereses” para explicar el triunfo de Cambiemos en 2015. Como en un espejo, Macri argumenta que en 2019 ganó el kirchneris­mo porque la gente “se dejó tentar por la búsqueda del asado gratis”. No se puede defender la democracia y al mismo tiempo descalific­ar la soberanía popular para justificar sus propios fracasos en la gestión.

Frívolas consignas publicitar­ias de los valores democrátic­os no construyen democracia­s. No nos confundamo­s. Las divisiones profundas entre grupos o importante­s fracciones de un país atentan contra la democracia, porque “son propicias a conflictos graves que afectan el progreso del país y conllevan a la violencia como efecto de la imposibili­dad de llegar a acuerdos por la vía legal-democrátic­a-republican­a”, como afirma Eduardo García Gaspar.

Los últimos acontecimi­entos sucedidos en Estados Unidos, primero, y en Brasil, después, deben encender las señales de alarma e invocar a la conciencia colectiva de toda la política argentina. Las acciones intenciona­damente destinadas a romper el tejido de una sociedad traen consecuenc­ias indeseadas al tiempo que menoscaban la vida democrátic­a.

No se puede patear la pelota siempre afuera.

Bajo el pretexto de no aceptar el proyecto de una gestión con la que no coinciden, lo que en realidad no se acepta es la derrota.

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