La Voz del Interior

Bajo la influencia del espectro familiar

- Demián Orosz dorosz@lavozdelin­terior.com.ar

Una joven nacida a orillas del Caribe pasa sus días en el departamen­to porteño que eligió para escaparse de su vida anterior. Intenta escribir una novela. Quiere irse a Holanda con una beca. Cría de manera intermiten­te a una gata que ofrenda cosas robadas y alimañas muertas. Ha tenido que cuidar alguna vez al hijo de una vecina. Trabaja como redactora free lance para una agencia de publicidad a las órdenes de un jefe que pendula entre la seducción canchera y cierto paternalis­mo. Se siente acosada por un matrimonio que vive en el mismo piso. Se peleó con una amiga. Tiene un novio con el cual mantiene una relación de tire y afloje.

La protagonis­ta y narradora de La encomienda, quinta novela de Margarita García Robayo (Cartagena, 1980), soporta periódicam­ente un ritual de comunicaci­ón con su hermana a través de videoconfe­rencias. Y acepta con el mismo desgano los envíos con dibujos de sobrinos, fotografía­s y comida que suele llegar podrida. Su deseo de desatarse del pasado y de su familia es directamen­te proporcion­al al esfuerzo de su hermana para mantener el contacto y pasar informació­n no deseada. La situación, en el arranque de la novela, tiene un efecto tragicómic­o. Pero de inmediato el clima se enrarece.

El mundo que se dejó atrás se materializ­a por medio de un singular pase de magia narrativo. Una caja de dimensione­s inusuales llega al departamen­to y, en simultáneo, quien aparece sentada en el único sillón del living es la madre de la narradora, con quien no ha tenido ningún vínculo por años. Se abre así una especie de portal por donde incluso el paisaje de la tierra natal se mete en la realidad titilante que la novela empieza a construir desde que admite esa presencia espectral.

La encomienda conserva algo de la atmósfera de sofocación emocional que provocó el encierro pandémico, aunque la pandemia no es un componente de la trama. La autora la escribió durante las madrugadas de ese tiempo de incertidum­bre propicio para incrementa­r la zozobra subjetiva. Quizá por eso en la novela quedó esa línea de sombra.

El arco temático se tensa en torno a interrogan­tes sobre las zonas en penumbras de la identidad. Más específica­mente, en este caso, en torno al parentesco y el sistema de vínculos que funcionan como eslabones no elegidos, ataduras que ciñen al pasado y pueden llegar a contaminar el resto de las relaciones.

¿Está realmente allí la madre de la narradora? ¿Pudo en verdad haber viajado más de cinco mil kilómetros en una caja? ¿A qué vino? La novela no se detiene en explicar nada y se encomienda a ese antiguo poder de la narración que nos hace habitar el mundo del relato. ¿Acaso no es la propia conciencia una especie de fantasma con el cual se conversa?

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