La Voz del Interior

Esta todavía es nuestra época

- Eugenia Almeida Especial

Nos preparamos como si fuéramos chicos que van a un cumpleaños. El rato previo, ese momento en el que se anticipa el disfrute.

Caminamos en dirección al teatro más importante de la ciudad. Hace años que no lo visito, pero en mi adolescenc­ia era uno de mis lugares favoritos.

En esa época, había conciertos gratuitos o tan baratos que una estudiante podía pagarlos. Un refugio: entrar a escuchar un programa de música clásica, muchas veces desconocie­ndo el nombre del autor, sin saber nada de corrientes, escuelas ni movimiento­s estéticos. Encontrar ahí –en el paraíso o en la cazuela– un espacio en la oscuridad para disfrutar de la música. Un reparo ante el frío o el calor; una distracció­n ante el hambre y el cansancio.

Muchas tardes allí mirando el escenario, los movimiento­s de agua de los contrabaji­stas, el modo en que se arma un clima diferente.

Esta noche va a traer la reconstruc­ción de muchos lugares que me sirvieron de casa.

Aceleramos el paso contando los minutos, con miedo a llegar tarde.

A una cuadra, empezamos a reconocer a los pares, gente de 60, 70 años. Y más. Esta noche toca Nito Mestre en celebració­n de los 50 años del disco Vida, de Sui Generis.

También yo tengo 50 años esta noche en la que voy al teatro con la promesa de escuchar canciones que fueron jalonando mi infancia y mi adolescenc­ia. Voy convencida de que el ritual va a ser memorable. Pero todavía no llego a calcular el efecto que tendrá sobre mi memoria, sobre mis ganas de hablar de esos años y sobre cosas que no sé nombrar.

Entro al teatro y lo que alguna vez fue enorme, ahora parece chico. Esa extraña relación entre el paso del tiempo y nuestra percepción de las magnitudes. Cuánto ha cambiado el paisaje; cuánto, nosotros.

Me estoy yendo de tema. Pero no importa. Esta noche va a ser así: todo el tiempo yéndome a otro lugar, a otro espacio, a la otra que yo era en esos años.

Invisible

La última vez que fui a un recital, el primero después del confinamie­nto por la pandemia, cantaba Julieta Lasso.

Lo disfruté muchísimo, aunque visualment­e tuve que adivinarlo. Todavía no me acostumbro a llevar conmigo los lentes para ver de lejos.

Sabía que había tres personas sobre el escenario y que una de ellas atraía la atención de una forma demoledora. Lo que veía eran sombras, ecos de un animal marino que se movía bajo el agua del humo.

Pero esta vez me he acordado. Los lentes están en la cartera.

Cuando llego al teatro, veo manchas del otro lado del paraíso, en la tertulia, en la cazuela, en los palcos y en la platea. Busco los lentes, los calzo y de golpe las imágenes se vuelven nítidas. Y junto a eso, un descubrimi­ento súbito: cuando no los uso, siento que nadie me ve. Que soy invisible. La misma actitud del niño o la niña que se tapa los ojos para esconderse. Descubro que así he funcionado todo este tiempo. Quizá por eso me olvido de usarlos.

Charlamos sobre los ángeles pintados en una pared, sobre las luces en la cúpula del techo, sobre el operativo que debe implicar cambiar un foquito. El telón se abre y se alcanzan a ver los instrument­os de la Orquesta Ginastera.

Rituales

Hace unos días escuché una cita que reproduzco como puedo. Algo así como que los rituales son al tiempo lo que el hogar es al espacio. Y eso es lo que está pasando. Todos quienes estamos aquí conocemos las letras de las canciones. Y sin embargo nadie hace lo esperable: soltar la voz y cantar. Aquí la gente mueve los labios casi en silencio, murmura; parece un sacrilegio cantar sobre esto que está sucediendo.

Van a encontrar reseñas que hablen del orden de las canciones, de la chispa de las anécdotas, de la presencia luminosa de Nito Mestre. De lo que quiero hablar yo es de una conmoción singular, íntima. Y de la paradoja de estar rodeada de personas que sienten su propia conmoción. Un ritual poderoso y su extraño efecto: algo nos fue devuelto. Algo que se iba construyen­do en cada una de esas canciones, cargadas de su propio recuerdo.

Una página de la revista Cantarock recortada y pegada sobre mi cuaderno de adolescent­e. Una página amarillent­a que sigo guardando a pesar de que casi no guardo cosas.

Un casete TDK de 90 minutos comprado después de meses de ahorro. El grabador con las teclas Rec y Play siempre listas, el salto para soltar el botón de pausa, la lotería de que pasaran por la radio la canción que uno quería grabar.

Me pregunto cosas propias de una persona que está envejecien­do. ¿Cómo se sentirán los adolescent­es teniendo a su disposició­n gran parte del reservorio musical con sólo conectarse a una aplicación? ¿Cómo será no conocer el deseo perforado por la espera? El tiempo rebalsado que había entre escuchar al azar una canción en la radio y hacer luego los movimiento­s necesarios para averiguar el nombre del tema y quién lo cantaba. Datos indispensa­bles para llamar a la radio, pedir que lo pasaran y grabarlo. Siempre y cuando tuvieras teléfono; siempre y cuando tuvieras un radiograba­dor; siempre y cuando tuvieras un TDK. Ese tiempo rebalsado que duraba semanas, incluso meses, y que tenía su efecto sobre el deseo. Sobre nosotros. Sobre el modo de descubrir, buscar y disfrutar lo que nos ofrecía el mundo.

Reencuentr­o

Creo que no hace falta decir lo que significa Nito Mestre. Lo que significa encontrar a uno de los próceres del rock nacional divirtiénd­ose, desplegand­o su alegría. Pero necesito hablar de la orquesta. No en términos técnicos; no sé nada de eso. Quiero hablar de cuánto me conmovió verlos tan jóvenes, disfrutand­o el ritual, la fiesta.

Una de las chelistas, con una sonrisa enorme, deslumbrad­a ante el mago que teníamos frente a los ojos. Otra instrument­ista, en una pausa, filmando muy discretame­nte a su alrededor, registrand­o eso casi imposible de creer, incluso para músicos profesiona­les como ellos. “Esa noche tocamos con Nito Mestre. Esa noche el teatro tembló. Esa noche la gente nos aplaudió de pie, lo aplaudió a él y después nos aplaudió a nosotros. A rabiar”.

Queda flotando eso. Algo que no sé describir. Pero ahora que estoy tratando de hacerlo, se me vuelve claro qué es lo que esa noche nos devolvió: lo nuestro. El ruido de un bastón que roza las escaleras mientras salimos del teatro. Las charlas, la noche demorada. Nuestra juventud recuperada.

Esa música que llega hasta el hueso y nos recuerda que hay belleza allá afuera. Y que esta, todavía, es nuestra época.

Escuché una cita que reproduzco como puedo: los rituales son al tiempo lo que el hogar al espacio.

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