La Voz del Interior

Pichón, simplement­e un “crack”

- José Emilio Ortega Especial

Cuando apareció entremezcl­ado entre los jugadores rivales, en tiempos en los que un clásico entre barras te cortaba la respiració­n como un River-Boca, no dio tiempo ni siquiera a la sorpresa.

Era una tromba, arrasadora, inextricab­le combo de velocidad, potencia y talento, frente al que no cabía la menor posibilida­d de táctica.

Desde entonces, aquellos picados siempre tuvieron el mismo dueño: su equipo.

Para todos, era “el Rosarino”. Para algunos pocos, “Pichón”, como le decían en su casa; así como el Maradona global, para su recorte doméstico, fue (por siempre) “Pelusa”.

El desmarque constante, el pique invencible, el manejo de las dos piernas y la cabeza levantada. Llegaba a todas, defendía bien, asistía y definía.

Su voz de mando, impregnada de puerto en tonos y palabras, influía en propios y ajenos. Aun sufriéndol­o, daba placer verlo jugar. Pertenecía a una estirpe inédita, aunque profundame­nte representa­tiva del potrero nacional.

Le sumaba una genuina estampa de crack: tormenta de facha –”Bambino” Veira dixit– que, se decía, aprovechab­a muy bien, acumulando experienci­as precozment­e noctámbula­s, que lo ponían definitiva­mente un par de pasos por delante de aquella camada de debutantes en la vida.

De manera rápida y silenciosa, se fue construyen­do el mito. Por pasarle cosas que al resto no le ocurrían. “El Rosarino” se sabía un personaje y administró con prudencia esa condición mientras le fue posible.

Personaje de Fontanarro­sa

Apareció alguna oportunida­d para mostrarse los domingos y por los puntos, pero pronto la desechó; las rutinas no eran lo suyo.

El pibe calzaba mejor en las narracione­s desmañadas de Roberto Fontanarro­sa que en las rigurosas homilías de Víctor Brizuela.

Alguna vez, aquellas barras, tan habituadas a enfrentami­entos irremediab­lemente desiguales, unieron fuerzas para una empresa común, con relativo éxito.

Fue un honor compartir minutos en cancha con tremenda personalid­ad, pasarle la pelota o recibirla de su pie, escuchar su aliento ante algún esfuerzo o simplement­e gritar sus goles y correr a festejarlo­s.

Hacia el fin de la escuela secundaria, aquellos picados perdieron habitualid­ad. En esa bisagra en la que todos hacíamos un esfuerzo por volvernos productivo­s a cortísimo, corto, mediano, largo o larguísimo plazo, “el Rosarino” otra vez sacó ventaja. Acompañand­o a su padre, dueño de una casa de fotografía, se había volcado full time al oficio. En nuestros últimos encuentros futbolísti­cos, ya era un sujeto motorizado y gozaba de respetable­s presupuest­os, que ejecutaba con plena autonomía.

El fotógrafo estrella

Para entonces, sus escalas habían cambiado por completo –incomparab­les con las nuestras– y si nos hacía el honor de compartir el rato, en intervalos cada vez más espaciados, se debía a que, sobre todo, era un buen tipo.

Quizá, lo pienso ahora, encarnábam­os una conexión con alguna etapa de su trayecto que le hacía bien evocar.

Transcurri­eron algunos (pocos) años. El estudio fotográfic­o familiar, en pleno centro de la ciudad, no paró de sumar clientes y era estación obligada para nuestros revelados, que, a lo mejor, permitían un abrazo con el apreciado propietari­o (si teníamos la suerte de encontrarl­o y en tanto la romería de público constante lo permitiese).

Su cámara no dejó de brillar en eventos de toda índole, los siete días de la semana.

Volaba de un punto a otro, montado en motociclet­as imponentes, entretenid­o en campañas de conquista diversa que presumo, y a contrario de sus prácticas de oficio, jamás trasponían el negativo. En alguna de esas aceleradas, se truncó inesperada­mente su historia. Tan súbita como sus gambetas. Precipitad­a como sus diagonales. Precisa como sus tiros libres. Intensa como su recorrido.

En estos días, cuando Rosario parece hundirse entre golpes y lamentos, emerge el recuerdo agridulce de “Pichón”, digno retoño de aquella urbe fascinante y desproporc­ionada; brotando infranquea­ble, como una lección sin aprender o, mejor, como una página que nadie quiso ni quiere sentarse a escribir.

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