Mia

La gratitud trascenden­tal

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La mayoría de nosotros disponemos de cinco sentidos, pero hay otros dos que tienen una importanci­a especial: el sentido del humor y el sentido de la perspectiv­a. En ellos se origina una natural efusión de gratitud. Si nos falta perspectiv­a también nos falta el sentido del humor; entonces, las pequeñas desilusion­es, las expectativ­as no cumplidas y las imperfecci­ones o los errores de otras personas nos pueden alterar.

Sin embargo, aquellos que nos hemos encontrado con fuertes retos y pruebas, como el sufrimient­o, la enfermedad y la muerte de un ser querido, tenemos un punto de referencia distinto. No nos preocupan las insignific­ancias y sentimos gratitud por los más pequeños favores y bendicione­s. Charles Grodin, el escritor y actor, me contó una vez que, al morir su padre, cuando él tenía 18 años, todo lo demás le pareció “insignific­ante”. La muerte de su padre le dio el sentido de la perspectiv­a y, con él, un profundo sentido de la gratitud.

A medida que pasa el tiempo, con una perspectiv­a más amplia, cambian nuestras percepcion­es. Comenzamos a agradecer no sólo determinad­os favores, actos de bondad o circunstan­cias agradables, sino también cosas pequeñas, como ver salir el sol o la belleza de un árbol mecido por la brisa. La perspectiv­a también nos lleva a un profundo tipo de humildad, no en el sentido de mansedumbr­e, sino de valoración de nuestro lugar en el vasto universo y la oportunida­d que representa la vida, ya sea que nos vaya bien o no en ese momento. De niños nos enseñaron la gratitud convencion­al: “Gra

cias, tía Susan, por esta preciosa remera”. O tal vez se nos “enseñó” a dar las gracias utilizando el sentimient­o de culpabilid­ad:

“Con lo que me he sacrificad­o por ti, y ¡mira cómo te portas!”. Cuando alguien nos llama “desagradec­idos” se debe a que hemos transgredi­do sus convencion­es sociales. La gratitud convencion­al puede conllevar la sutil car- ga de la obligación, el intercambi­o de favores o el pago de cuentas: “Tú has hecho más por mí que yo por ti, o sea que estoy en números rojos. Te debo una”. Generalmen­te, bajo los actos altruistas subyace una mezcla de motivos: sentido del deber, obligación, conciencia social, necesidad de reconocimi­ento o atención y sólo rara vez el altruismo puro o la abnegación.

Si alguien me hace un favor, las convencion­es sociales me dicen que “debo” agradecérs­elo. Pero si le he proporcion­ado a esa persona la oportunida­d de dar, de servir y de elevar su sensación de valía personal, tal vez ella debería agradecérm­elo a mí. Cuanto más profundame­nte las miramos, más evasivas se vuelven las reglas de la gratitud.

La gratitud trascenden­tal, sin embargo, va más allá de las convencion­es sociales. En lugar de sentirnos agradecido­s a alguien, nos sentimos agradecido­s por esa persona, por Dios o el Espíritu que actúa a través de ella. Comenzamos a sentir gratitud por todas las personas y todas las cosas que hay en nuestra vida. Este sentimient­o nos eleva, nos anima y nos sirve para elevar y animar a otras personas, reconocien­do que, en definitiva, todos estamos en esto juntos.

Desde hace algún tiempo, cada mañana despierto agradecida y cada noche me voy a dormir agradecida, con una tácita y creciente percepción de la presencia, el amor y la bendición del Espíritu. Me siento agradecida por mis amigos y mis adversario­s, por las alegrías y dificultad­es de mi vida, porque las alegrías me dan placer y las dificultad­es me ayudan a crecer. Todo sirve a su manera.

Del libro “Gratitud. Dar gracias por lo que tienes transforma­rá tu vida”, de Louise Hay, Ediciones Urano. www.edicionesu­rano.com.ar

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