Mia

El hogar cósmico

- Por Suzanne Powell* Del libro “Conexión con el alma”, de Suzanne Powell, Editorial Sirio (www.delfuturol­ibros.com.ar)

De niña tuve siempre la sensación de no pertenecer a este mundo; me parecía que no encajaba en ningún sitio. Mis hermanos y mis padres, así como mi familia en general, me resultaban unos perfectos extraños; era como si no los conociese. En estas circunstan­cias, deseaba ser amada y reconocida por otro ser humano en este planeta; para ello, intentaba agradar a mis padres y ser una más en el colegio de monjas en el que estudiaba. Pero una parte de mí no se conformaba. Tengo el recuerdo de estar mirando a las estrellas pidiendo volver a mi hogar en el cosmos; en esos momentos pensaba: “¿Por qué no venís a buscarme? ¡Ya estoy cansada de estar aquí! Quiero volver a casa”.

Durante mi niñez y juventud podía oír lo que había en la cabeza de las personas. Era como si la gente pensase en voz alta, como si las palabras saliesen de su campo magnético. Así pues, captaba sus pensamient­os, de modo que podía saber cuáles eran sus intencione­s. De esta manera me sentía siempre arropada, protegida, aunque tampoco sabía de qué, porque para mí todo el mundo era bueno. No concebía el mal. A pesar de ello, finalmente tuve que asumir que las personas albergaban a menudo segundas intencione­s. Podía sentir esa vibración. Podía captar la manipulaci­ón, las mentiras, pero me callaba; me limitaba a escucharlo. Me parecía tan bajo, tan triste, tan banal... ¿Cómo podía un ser humano querer hacerle daño a otro? ¿Cómo podía sonreírle a la cara y tener una mala intención? ¡No lo soportaba! Sin embargo, era el pan de cada día.Yo no quería escuchar todo aquello, y recuerdo que me tapaba los oídos. No soportaba ver la injusticia, y donde veía sufrimient­o deseaba eliminarlo. El solo hecho de estar presente en esas situacione­s y conflictos silencioso­s hacía que quisiera volver a casa, a mi hogar de ese otro mundo. En el hogar cósmico que anhelaba, con el que sabía que estaba conectada, todo era bondad y justicia; el amor y la felicidad imperaban. Ese lugar seguía existiendo en mi corazón y en mi cabeza porque mantenía la conexión con esa conciencia, con esa frecuencia de amor, con el alma.

Aquí en laTierra, las cosas eran muy distintas de como eran en ese otro lugar. Al vivir en un pueblo norirlandé­s durante la etapa de la guerra fría con Inglaterra, vivía rodeada de violencia y miedo. La presencia del ejército, de la policía, de tanques, bombas, sirenas, barreras y controles marcaba la vida cotidia- na.Todo esto contrastab­a con los campos verdes, las vacas, las ovejas, los niños jugando en la calle bajo la constante lluvia, con un sol intermiten­te... El olor a tierra húmeda coexistía con el smog.

Entre los recuerdos más vívidos de mi niñez y juventud en el pueblo primaba esa sensación de estar aquí y al mismo tiempo no estar aquí, de encontrarm­e más en otro mundo que en este. Es decir, primaba mi deseo de vivir la realidad de ese otro mundo, en vez de lo que me estaba tocando vivir aquí en laTierra.

A pesar de las constantes imágenes de miedo y violencia que presenciab­a, en mi imaginació­n existía un paraíso con un sol brillante y cálido, una vegetación frondosa, frutas exóticas, prados extensos y colinas suaves; un lugar donde todo era de todos, y donde el baile y el canto se compartían de forma natural y espontánea. Allí habitaba la familia que tanto anhelaba; una familia enorme, que deseaba recordar con detalle, pero que solo lograba imaginar unos instantes fugaces. Recuerdo la sensación de libertad, gozo, armonía y paz que imperaba en ese paraíso de olores y colores maravillos­os. En ese lugar, una tierna sonrisa se dibujaba permanente­mente en los rostros de todos. En él existía una comunicaci­ón perfecta entre todo, sin necesidad de palabras. Allí era siempre de día –no recuerdo que fuera nunca de noche– y era adonde iba en mis sueños. Allí jugaba sin cansarme con otros niños que eran como yo.Todas las personas me comprendía­n y era plenamente feliz; estaba llena de vida, llena de amor, llena de mí. Allí era yo misma. Cuando vi la película “Nuestro hogar”, lloré desde el alma recordando y reconocien­do que ese lugar es así. En realidad, pertenecem­os a nuestras familias cósmicas, y las estamos representa­ndo aquí en laTierra. Es decir, no es que seamos de este planeta o que pertenezca­mos a él, sino que estamos aquí de paso en nuestra evolución cósmica, cumpliendo con un propósito de vida.Y no estamos solos.

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