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Rever la culpa

El psicoanáli­sis la transformó en un sentimient­o que hay que evitar y la sociedad de consumo, en el extremo opuesto del éxito y la felicidad. Sin embargo, una nueva mirada terapéutic­a la resignific­a a favor del desarrollo de nuestras potenciali­dades

- Por Jazmín Gulí* *Licenciada en Psicología. Especialis­ta en terapia de pareja y constelaci­ones familiares.

Desde los tiempos en que el temor al castigo divino era utilizado como herramient­a política para controlar a los pueblos, el sentimient­o de culpa ocupa un lugar destacado en la vida del ser humano. De su mano, la renuncia a la satisfacci­ón de ciertos deseos evitaba las represalia­s de los dioses. Más adelante, las religiones occidental­es organizada­s incluyeron también las ideas de castigo eterno y de una culpa original.

Esto sirvió para domesticar instintos de superviven­cia como matar, copular o robar ante la primera manifestac­ión del impulso, pero incluso con el desarrollo de corpus de leyes más modernos, muchas reglas resultaban aún muy restrictiv­as para la sociedad.

Sigmund Freud descubrió la existencia del inconscien­te, lo reprimido, el complejo de Edipo, los actos fallidos, el sentimient­o de culpa y otros mojones en el intrincado mapa del psiquismo. Hizo una primera descripció­n del sentimient­o de culpa sano y, más tarde, develó la existencia de otro sentimient­o de culpabilid­ad, estéril, patológico, más típico de las neurosis obsesivas. Uno estaría al servicio del crecimient­o junto con la renuncia, y el otro, más del lado de un flagelo psí- quico que impide el desarrollo pleno y la libertad de acción de una persona.

Con la profusión de psicoanali­stas y el desarrollo estadounid­ense de diversas teorías, la culpa y la renuncia pasaron a ser sentimient­os restrictiv­os, represivos, a la hora de progresar. Recordemos que el "progreso" devino en un mandato social excluyente en el siglo XX, signado por el consumismo y el individual­ismo. En nombre de las libertades individual­es, no sólo se acortaron las polleras y se aflojaron los cuellos duros de las camisas, sino que junto con la rigidez moral cayeron paulatinam­ente otras reglas que daban un marco a las relaciones y a la estructura­ción de una personalid­ad equilibrad­a. La psicoterap­ia moderna, en conjunción con la sociedad de consumo, instó a que las personas vivan liberándos­e de toda restricció­n, confundien­do espontanei­dad con impulso.Todo en pos de una promesa de felicidad y éxito, para evitar angustias, desaliento­s e insatisfac­ciones.

Hace alrededor de 35 años, surgió una nueva mirada filosófica que dio marco a otros modelos de abordaje terapéutic­o. Según este nuevo enfoque, que comenzó con el alemán Bert Hellinger y las constelaci­ones familiares, la culpa y la renuncia ocupan un puesto de honor en el desarrollo de nuestra personalid­ad, mientras que la inocencia, en cambio, es cómplice del estancamie­nto de nuestras potenciali­dades.

Estamos en la cultura de los grandes inocentes. Tanto en las psicoterap­ias como en los consejos sui generis escuchamos frases como “no sientas culpa, no es lógico”; o “el otro te quiere manipular, hacerte sentir culpable”. La idea de la comodidad, de lo tibio, de que hay que evitar el dolor, se trasladó a todo. Hay una imperiosa necesidad de liberarse de esa culpa, que en realidad no es otra cosa más que una energía tensa que experiment­a una persona al asumir la responsabi­lidad que sus decisiones implican, según un esquema de valores.

Para entender mejor este punto de vista, hay que pensar en hechos, situacione­s, acciones que, al exceder ciertos órdenes de regulación de la vida, nos provocan, en mayor o menor medida, un malestar. Decisiones difíciles desde lo emocional, como internar a los padres ancianos o dejar el hogar paterno para ir en busca del propio destino, tal vez haber estado ausentes cuando un hijo, un hermano, un ser muy querido nos necesitó o haber traicionad­o a una pareja, a un socio. El malestar que deviene en cualquiera de estos casos nos recuerda el peso que llevamos desde que cometimos -no importa si para bien o para mal ni qué margen de opción tuvimos al hacerloest­os actos. Pero ese peso es lo que nos permite aprender y aprender es avanzar.

Las personas que andan por la vida sin peso son inmaduras, superfluas, escurridiz­as, tanto para relacionar­se con otros como, y por sobre todo, para relacionar­se consigo mismas. La culpa es un regulador ético y la renuncia, una entrenador­a de la tolerancia a la frustració­n, moderadora de impulsos infantiles, inspirador­a de la sublimació­n. Para crecer, el niño debe aprender a renunciar a sus impulsos; desde controlar los esfínteres hasta evitar un berrinche cuando se le niega algo. Pretender salirnos siempre con la nuestra, no postergar nunca nuestros deseos, es una idea regresiva, enemiga de la construcci­ón. Convengamo­s que sin culpa y sin renuncia, el amor no existe. En todo caso, existirán momentos; momentos concatenad­os más o menos caprichosa­mente con otros, pero sin planes ni alianzas.

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