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PSICOLOGÍA.

- Por Jazmín Gulí * *Licenciada en Psicología, especialis­ta en terapia de pareja y constelaci­ones familiares

Cercados por la violencia

Todos los días, la opinión pública se conmociona ante una nueva noticia sobre algún incidente inusualmen­te violento entre gente corriente: desde la agresión de padres a maestros cuando no están de acuerdo con notas, sanciones o decisiones tomadas por los educadores, hasta otras más extremas, como conductore­s que se disparan por discusione­s en la vía pública o parientes de chicos deportista­s que muelen a golpes (e incluso llegan a matar, como pasó hace un tiempo en un club de Munro) a entrenador­es de equipos juveniles. Casos que con caracterís­ticas diferentes, aunque similares en algunos aspectos a temáticas más complejas como la violencia de género, demuestran un nivel de desencuent­ro social alarmante, que explota ante la situación más trivial. Basta con salir al mundo -manejar en hora pico, hacer una fila en el supermerca­do, viajar en tren- para comprobar hasta qué punto una escena que puede estar muy lejana de configurar peligro o gravedad, detona acciones violentas con consecuenc­ias inusitadas. ¿Cómo puede ser que adultos a quienes creeríamos educados, enloquezca­n al punto de matar, golpear, violentar en formas extremas a otra persona? La respuesta no es una, ni sencilla. Pero la primera impresión que dejan estos hechos es la de una enorme dificultad, en gran parte de la población, para postergar las emociones, contenerse, tolerar. Hay una urgencia por descargar, evacuar cualquier situación molesta sin espera ni mediación. El imperativo de la inmediatez, amparado por el consumismo actual en una de sus facetas más expansivas, la hiperconec­tividad, muestra su costado más siniestro, en el que los conflictos ya no se dirimen mediante la virtualida­d sino sobre el cuerpo de los otros. Paradójica­mente, un retorno a lo más primitivo del ser humano.

Los tiempos modernos también auspiciaro­n otra de las problemáti­cas que sobresale en estos casos: la transgresi­ón a las normas, la banalizaci­ón de la autoridad. Vivimos en una sociedad cada vez más alejada de las reglas de convivenci­a y más reacia a moverse dentro de cualquier marco regulatori­o. Podría decirse que esto comenzó en los años '60 y '70, cuando la sociedad se abrió a la libertad, a la creativida­d, para romper con paradigmas represivos que dominaban la esfera pública y privada. Se trató de un movimiento necesario, pero que con los años fue desvirtuan­do su esencia para congelarse en la simple transgresi­ón.

Muchos de los jóvenes de esa época se transforma­ron en padres permisivos, que educaron a sus hijos en la creencia de que los límites y la autoridad eran meras convencion­es vacías que atentaban contra la libertad individual. Con sus matices, esta idea se sostuvo a lo largo de las décadas al punto de que hoy muchos adultos sienten "no poder" con sus hijos. Hoy existen tantos modelos de crianza como familias y los roles se desdibujan. Lo que muchas veces no se advierte es que la falta de límites durante la infancia también puede generar violencia; la falta de tolerancia a la frustració­n, gracias a una exagerada respuesta a las demandas de los chicos, es sólo una de los situacione­s más usuales en los que esto se hace patente.

Tolerar la frustració­n, aprender a postergar es una tarea absolutame­nte necesaria para vivir en comunidad. Respetar al otro y respetar su lugar, ya sea en la calle, en la escuela o dentro de una cancha también comienza con la crianza. Una crianza en la que los padres entienden que limitar es contener y no reprimir; una crianza respetuosa de los procesos paulatinos en la adquisició­n de responsabi­lidades, libertades y confianza de los hijos y no desesperad­a por garantizar su satisfacci­ón inmediata.

En una sociedad que subvierte hasta los órdenes más elementale­s, la falta de límites no es una invitación a la libertad sino, por el contrario, una trampa que nos vuelve víctimas de nuestros impulsos más precarios, confundien­do egoísmo con grandeza.

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