PSICOLOGÍA.
Cercados por la violencia
Todos los días, la opinión pública se conmociona ante una nueva noticia sobre algún incidente inusualmente violento entre gente corriente: desde la agresión de padres a maestros cuando no están de acuerdo con notas, sanciones o decisiones tomadas por los educadores, hasta otras más extremas, como conductores que se disparan por discusiones en la vía pública o parientes de chicos deportistas que muelen a golpes (e incluso llegan a matar, como pasó hace un tiempo en un club de Munro) a entrenadores de equipos juveniles. Casos que con características diferentes, aunque similares en algunos aspectos a temáticas más complejas como la violencia de género, demuestran un nivel de desencuentro social alarmante, que explota ante la situación más trivial. Basta con salir al mundo -manejar en hora pico, hacer una fila en el supermercado, viajar en tren- para comprobar hasta qué punto una escena que puede estar muy lejana de configurar peligro o gravedad, detona acciones violentas con consecuencias inusitadas. ¿Cómo puede ser que adultos a quienes creeríamos educados, enloquezcan al punto de matar, golpear, violentar en formas extremas a otra persona? La respuesta no es una, ni sencilla. Pero la primera impresión que dejan estos hechos es la de una enorme dificultad, en gran parte de la población, para postergar las emociones, contenerse, tolerar. Hay una urgencia por descargar, evacuar cualquier situación molesta sin espera ni mediación. El imperativo de la inmediatez, amparado por el consumismo actual en una de sus facetas más expansivas, la hiperconectividad, muestra su costado más siniestro, en el que los conflictos ya no se dirimen mediante la virtualidad sino sobre el cuerpo de los otros. Paradójicamente, un retorno a lo más primitivo del ser humano.
Los tiempos modernos también auspiciaron otra de las problemáticas que sobresale en estos casos: la transgresión a las normas, la banalización de la autoridad. Vivimos en una sociedad cada vez más alejada de las reglas de convivencia y más reacia a moverse dentro de cualquier marco regulatorio. Podría decirse que esto comenzó en los años '60 y '70, cuando la sociedad se abrió a la libertad, a la creatividad, para romper con paradigmas represivos que dominaban la esfera pública y privada. Se trató de un movimiento necesario, pero que con los años fue desvirtuando su esencia para congelarse en la simple transgresión.
Muchos de los jóvenes de esa época se transformaron en padres permisivos, que educaron a sus hijos en la creencia de que los límites y la autoridad eran meras convenciones vacías que atentaban contra la libertad individual. Con sus matices, esta idea se sostuvo a lo largo de las décadas al punto de que hoy muchos adultos sienten "no poder" con sus hijos. Hoy existen tantos modelos de crianza como familias y los roles se desdibujan. Lo que muchas veces no se advierte es que la falta de límites durante la infancia también puede generar violencia; la falta de tolerancia a la frustración, gracias a una exagerada respuesta a las demandas de los chicos, es sólo una de los situaciones más usuales en los que esto se hace patente.
Tolerar la frustración, aprender a postergar es una tarea absolutamente necesaria para vivir en comunidad. Respetar al otro y respetar su lugar, ya sea en la calle, en la escuela o dentro de una cancha también comienza con la crianza. Una crianza en la que los padres entienden que limitar es contener y no reprimir; una crianza respetuosa de los procesos paulatinos en la adquisición de responsabilidades, libertades y confianza de los hijos y no desesperada por garantizar su satisfacción inmediata.
En una sociedad que subvierte hasta los órdenes más elementales, la falta de límites no es una invitación a la libertad sino, por el contrario, una trampa que nos vuelve víctimas de nuestros impulsos más precarios, confundiendo egoísmo con grandeza.