1.309, un número que todavía duele
e recuerda nítida aquella época. Talleres armaba excelentes equipos un año tras otro. Su poder futbolístico en Córdoba era indetenible; había monopolizado el lugar más alto del podio, y su estela de triunfos y muy buenas actuaciones se extendía por todo el país.
Con Amadeo Nuccetelli como presidente y Ángel Labruna como entrenador, el club de barrio Jardín generaba admiración entre agosto y diciembre, lapso en el cual se jugaban los campeonatos nacionales. Eran los meses en los que los clubes del interior mostraban sus equipos a todo el país y los hacían rodar por todo su territorio.
Era la única oportunidad que tenían de competir con los equipos grandes; era el momento en que saltaban de jerarquía para una lidia a veces desigual y otras veces demasiado pareja, para sorpresa de muchos.
Precisamente Talleres, con el correr del tiempo, dejó de ser sorpresa. Una vez y otra vez daba pelea, con formaciones llenas de buenos jugadores, entre los cuales relucían algunos integrantes del seleccionado argentino.
Sus buenas campañas generaban migraciones masivas en cada fin de semana. Su público lo acompañaba a cualquier cancha en cualquier provincia. Sus resultados eran satisfactorios. En la década del ‘70 las tablas de posiciones siempre lo ubicaban cerca de la cima.
Esa marcha portentosa obligó a tomar decisiones políticas. Mañana se cumplirán 38 años de la aplicación de la famosa resolución 1309, una determinación de Julio Grondona, por entonces novel presidente de la AFA, que facilitaba el ingreso a la elite del fútbol argentino a aquellos equipos indirectamente afiliados que en dos años seguidos o en tres en forma alternada, superaban la instancia de fase de grupos en los torneos nacionales.
Talleres marcó el camino; luego lo hicieron Instituto y Racing. Las canchas, sobre todo las de Capital Federal y Buenos Aires, empezaron a sentir con más frecuencia la tonada cordobesa. Otros colores se veían en los estadios. Otras camisetas formaban parte del juego. Fue una manera de hacer más amplia y atractiva la competencia.
Pero fue un golpe casi mortal a la estructura del fútbol cordobés, que de tener canchas llenas, domingo a domingo, sufrió la partida de la mayoría de los clubes de mayor convocatoria.
Esa centralización de poder, tan común en otros ámbitos en Argentina, sirvió de imán para captar a las instituciones para las cuales los torneos locales ya no eran de gran interés y ayudó a desangrar a las ligas capitalinas del interior, que se quedaron sin equipos, sin público y sin dinero.
Esa agonía aún se nota en las canchas de los clubes afiliados a la Liga Cordobesa de Fútbol. Las tribunas vacías fueron y son una constante. Sólo se mantuvieron las ganas de los pibes por jugar y el tesón de algunas dirigencias para no hacer perder el poder de los clubes al menos en los barrios, en su zona de influencia más cercana.
Hoy la escasez se expresa en el esfuerzo común del Gobierno y la Liga para darles más seguridad a los chicos, al protegerlos del muro de contención ubicado a poca distancia del campo de juego, una amenaza latente, que pone en riesgo la vida de los jugadores.
Ese es sólo uno de los problemas. La supervivencia de los clubes de Córdoba exige un debate inmediato. Las decisiones políticas de otros tiempos no previeron consecuencias. Como espacios para jugar y divertirse, y además para evadir adicciones y otros males sociales, las entidades deportivas son esenciales para el desarrollo comunitario. Hoy, en algunos casos, están muy lejos de ofrecer su mejor imagen. Por eso la oportunidad del cambio no puede dilatarse.