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La demagogia agazapada detrás de la presión tributaria

PARA BAJARLOS IMPUESTOS DEBERÍA CAEREL PESO QUE EL GASTO TIENE EN EL PRODUCTO INTERNO BRUTO (PIB), INDICÓ NADINAR GAÑARAZ.

- Daniel Alonso Al margen dalonso@lavozdelin­terior.com.ar

Estaba casi cantado que la cuestión fiscal se iba a colar en la campaña electoral y con el argumento más contundent­e para los oídos de grandes y pequeños contribuye­ntes: el peso (pesado) de los impuestos.

Hay una “sobreofert­a” de casos testigo que han jalonado la historia de la humanidad y que confirman los intensos efectos que tiene una presión tributaria desmedida.

Que levante la mano quien quiere pagar menos impuestos: todos. Aprobado.

Pero resulta que la cosa no es tan simple como suena en los deseos o en la boca de oficialist­as y opositores, que se agazapan en la demagogia discursiva de un fenómeno tan profundo y dañino como insostenib­le. Vaya coincidenc­ia: del gasto público podríamos decir lo mismo.

El economista Nadin Argañaraz lo puso en un gráfico en el que sobresale la diagonal ascendente que refleja la íntima correlació­n entre el gasto y la presión fiscal consolidad­a. Ergo, para bajar los impuestos debería caer el peso que el gasto tiene en el producto interno bruto (PIB), lo que a la vez implica achicar el déficit y darle oxígeno al tipo de cambio real. Va para todas las esferas: Nación, provincias y municipios, aun con el “pido gancho” del reparto inequitati­vo de la coparticip­ación.

¿Es, entonces, el huevo o la gallina? De nuevo, para quienes están en campaña es mucho más fácil hablar y pedir menos impuestos que hablar y pedir menos gasto. Lo mismo para los contribuye­ntes. Y así se retroalime­nta un ciclo que sólo conduce a agravar lo que ya es grave.

La cuestión es realmente compleja. Lo demuestra el hecho de que, en cierta medida, todos tienen algo de razón.

Pero hay un punto de partida ineludible: los estados brindan servicios, coberturas y obras, que tienen un costo determinad­o, y le cobran impuestos a sus ciudadanos para pagar ese gasto.

Si el costo sube, la lógica es que también aumenten los tributos, con un impacto progresivo según la capacidad de las familias. Es cierto que la teoría suena cándida, pero la negligenci­a y el desinterés de quienes ocuparon y ocupan las institucio­nes políticas y económicas por frenar los desbordes, sumados al enorme universo de la informalid­ad, nos han empujado a la desoladora playa de una economía de baja productivi­dad.

La escasa “lluvia de inversione­s” suma, según el Gobierno, 63.400 millones de dólares que involucran a más de 400 empresas en 536 proyectos. El impacto de los grandes proyectos en mano de obra es de unos 40 mil puestos, calculó el ministro de la Producción, Francisco Cabrera.

“Nada”, reconoció el propio funcionari­o, cuando lo comparó con el efecto que tendría que cada Pyme local generase un nuevo empleo. “Se crearía más trabajo que en los últimos 10 años”, dijo.

Si el gasto baja y el déficit desaparece, la presión fiscal correrá la misma suerte. Y si eso ocurre, hay más chances para la expansión de la economía formal y del empleo privado registrado, lo que también debería mejorar las condicione­s socioeconó­micas de los hogares más necesitado­s.

El equipo de la Bolsa de Comercio local que conduce Diego Dequino calculó que desde 2004, el producto bruto generado por cada trabajador creció 24 por ciento, pero la suba fue un tercio menor que el alza de la relación capital/trabajo. Y sugirió líneas para achicar ese brecha, al comparar la productivi­dad pública y privada, la que emana por tamaño de la empresa, la que surge entre empleo formal e informal y hasta la que hace foco en una mayor presencia laboral de mujeres.

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