La demagogia agazapada detrás de la presión tributaria
PARA BAJARLOS IMPUESTOS DEBERÍA CAEREL PESO QUE EL GASTO TIENE EN EL PRODUCTO INTERNO BRUTO (PIB), INDICÓ NADINAR GAÑARAZ.
Estaba casi cantado que la cuestión fiscal se iba a colar en la campaña electoral y con el argumento más contundente para los oídos de grandes y pequeños contribuyentes: el peso (pesado) de los impuestos.
Hay una “sobreoferta” de casos testigo que han jalonado la historia de la humanidad y que confirman los intensos efectos que tiene una presión tributaria desmedida.
Que levante la mano quien quiere pagar menos impuestos: todos. Aprobado.
Pero resulta que la cosa no es tan simple como suena en los deseos o en la boca de oficialistas y opositores, que se agazapan en la demagogia discursiva de un fenómeno tan profundo y dañino como insostenible. Vaya coincidencia: del gasto público podríamos decir lo mismo.
El economista Nadin Argañaraz lo puso en un gráfico en el que sobresale la diagonal ascendente que refleja la íntima correlación entre el gasto y la presión fiscal consolidada. Ergo, para bajar los impuestos debería caer el peso que el gasto tiene en el producto interno bruto (PIB), lo que a la vez implica achicar el déficit y darle oxígeno al tipo de cambio real. Va para todas las esferas: Nación, provincias y municipios, aun con el “pido gancho” del reparto inequitativo de la coparticipación.
¿Es, entonces, el huevo o la gallina? De nuevo, para quienes están en campaña es mucho más fácil hablar y pedir menos impuestos que hablar y pedir menos gasto. Lo mismo para los contribuyentes. Y así se retroalimenta un ciclo que sólo conduce a agravar lo que ya es grave.
La cuestión es realmente compleja. Lo demuestra el hecho de que, en cierta medida, todos tienen algo de razón.
Pero hay un punto de partida ineludible: los estados brindan servicios, coberturas y obras, que tienen un costo determinado, y le cobran impuestos a sus ciudadanos para pagar ese gasto.
Si el costo sube, la lógica es que también aumenten los tributos, con un impacto progresivo según la capacidad de las familias. Es cierto que la teoría suena cándida, pero la negligencia y el desinterés de quienes ocuparon y ocupan las instituciones políticas y económicas por frenar los desbordes, sumados al enorme universo de la informalidad, nos han empujado a la desoladora playa de una economía de baja productividad.
La escasa “lluvia de inversiones” suma, según el Gobierno, 63.400 millones de dólares que involucran a más de 400 empresas en 536 proyectos. El impacto de los grandes proyectos en mano de obra es de unos 40 mil puestos, calculó el ministro de la Producción, Francisco Cabrera.
“Nada”, reconoció el propio funcionario, cuando lo comparó con el efecto que tendría que cada Pyme local generase un nuevo empleo. “Se crearía más trabajo que en los últimos 10 años”, dijo.
Si el gasto baja y el déficit desaparece, la presión fiscal correrá la misma suerte. Y si eso ocurre, hay más chances para la expansión de la economía formal y del empleo privado registrado, lo que también debería mejorar las condiciones socioeconómicas de los hogares más necesitados.
El equipo de la Bolsa de Comercio local que conduce Diego Dequino calculó que desde 2004, el producto bruto generado por cada trabajador creció 24 por ciento, pero la suba fue un tercio menor que el alza de la relación capital/trabajo. Y sugirió líneas para achicar ese brecha, al comparar la productividad pública y privada, la que emana por tamaño de la empresa, la que surge entre empleo formal e informal y hasta la que hace foco en una mayor presencia laboral de mujeres.