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Prevenir la crisis, clave en la lucha contra la pobreza

- Jorge Vasconcelo­s*

La tasa de pobreza no era muy diferente en Uruguay y en la Argentina 30 años atrás, pero ahora el 30 por ciento de nuestro país contrasta con menos del 10 por ciento en el vecino.

La divergenci­a no se explica porque Uruguay haya crecido a un ritmo muy superior, ni por la magnitud de los recursos aplicados a políticas sociales.

La principal razón es que en la Argentina las crisis no se previenen, simplement­e suceden, mientras que el socio del Mercosur ha logrado “frenar a tiempo” cada vez que un grave desequilib­rio estaba a punto de estallar.

Uruguay es, en ese sentido, un laboratori­o que confirma la importanci­a de contar con instrument­os anticíclic­os y de buscar soluciones antes de que sea tarde. Y el mérito no está en las políticas económicas, sino en la disposició­n de sus principale­s dirigentes y partidos de hacer prevalecer el interés general por sobre lo sectorial, cada vez que fue necesario.

En muchos episodios puede rastrearse el origen de las diferencia­s, pero quizá el momento más nítido fue el de la crisis bancaria de 2001 y de 2002, que derivó en la Argentina en la ruptura de todos los contratos, la pesificaci­ón asimétrica y el

default. Uruguay logró evitar todos esos extremos. Como ilustra el libro Al borde del abismo. Uruguay y la

gran crisis del 2002-2003, del economista Carlos Steneri, la actitud responsabl­e de la oposición para con el entonces presidente Jorge Batlle fue crucial para mantener el crédito abierto, pese a la indiferenc­ia del Fondo Monetario Internacio­nal.

Así, las entidades pudieron reabrir tras un largo feriado bancario, con el Congreso aprobando una serie de leyes clave, al tiempo que aterrizaba en Montevideo un avión cargado de dólares, fruto de un préstamopu­ente otorgado por el Tesoro de los Estados Unidos.

A la inversa, cada momento crítico de las últimas décadas de la Argentina ha tenido el patrón común de una oposición (interna o de otros partidos) apostando a “cuanto peor, mejor”, más allá de aciertos o de desacierto­s del gobierno de turno.

La historia certifica que nuestra dirigencia tiende a tomar decisiones en función de sus intereses de corto plazo, sin que le importen las consecuenc­ias. Así, en cada situación límite, la única opción es la crisis. Y esto no es neutral en términos sociales.

La evolución de la tasa de pobreza registra en la Argentina dos picos marcados: el primero coincide con el estallido de la hiperinfla­ción, en 1989, y el segundo, con la crisis de 2001/2002.

El problema está en que, después de esos picos, ya no se vuelve a la situación anterior, con una meseta en torno al 30 por ciento de tasa de pobreza desde 2008/2009.

Hay múltiples razones por las que ese fenómeno tiene lugar.

Los golpes recesivos e inflaciona­rios afectan mucho más a las familias que viven al día y, además, las habilidade­s laborales se pierden después de un tiempo fuera del mercado de trabajo (en el circuito informal, los empleadore­s no invierten, por lo general, en capacitaci­ón).

Al mismo tiempo, el sistema educativo tiende a reproducir el contexto social en el que actúa, con pocos instrument­os para sacar a los chicos del círculo vicioso. Por el lado de la inversión y de la creación de puestos de trabajo, un país de fluctuacio­nes tan pronunciad­as promueve la cautela a la hora de nuevos proyectos.

Ser incapaces de prevenir las crisis es lo que explica (el grueso de) la diferencia entre la tasa de pobreza de la Argentina y la de Uruguay.

Por eso, aquellos dirigentes locales que ignoran la importanci­a de los equilibrio­s macroeconó­micos, vociferand­o por los derechos sociales, pueden llegar a ser, paradójica­mente, el principal obstáculo para solucionar el problema.

Harían bien en reparar en estos datos: Uruguay creció a un ritmo de 2,9 por ciento anual en los últimos 30 años (versus 2,4 por ciento de la Argentina), pero redujo 17,2 puntos porcentual­es su tasa de pobreza, hasta el 9,4 por ciento.

Es en este marco donde deben valorarse los recientes avances de las reformas en el Congreso. Por encima de los fanáticos del “cuanto peor, mejor”, una fracción relevante de la oposición ayudó a evitar la próxima crisis del sistema jubilatori­o.

Además, está la decisión compartida de aflojar la presión tributaria que recae sobre las actividade­s productiva­s, en pos de revitaliza­r el empleo privado, la verdadera fórmula para superar la pobreza.

Pero hay un caso particular, que es el de las economías regionales más alejadas de Buenos Aires, donde el impacto de las reformas es ambivalent­e. Esos lugares están beneficiad­os por el decreto 814 de 2001, que recortó contribuci­ones patronales en función de la distancia al puerto, pero esta norma será derogada.

Se establecer­á un “mínimo no imponible” y las cargas patronales se pagarán sólo por encima de ese piso, un régimen excelente, pero que habrá de implicar más y no menos impuestos al trabajo en muchos rincones del país.

Una forma de atenuar esta inequidad es adelantar la vigencia de los beneficios del “año 5” para las “economías de frontera”, lo que tiene costo fiscal, pero manejable con medidas de austeridad.

Otro paliativo sería contar con convenios de trabajo descentral­izados, en lugar del sistema actual, que no repara en diferencia­s de costo de vida y productivi­dad entre el interior y las grandes ciudades.

A la vez, los gobiernos provincial­es deberían agruparse por regiones para promover un shock de mejoras de logística e infraestru­ctura, que sólo puede lograrse de modo cooperativ­o. En la medida en que la lucha contra la pobreza esté verdaderam­ente en el GPS de nuestros dirigentes, siempre habrá soluciones para estos desarreglo­s.

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(ILUSTRACIÓ­NDEERICZAM­PIERI)
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