Negocios

El Estado “mamushka” y la oportunida­d en el oportunism­o

- Daniel Alonso Al margen dalonso@lavozdelin­terior.com.ar

El vistoso firulete para cubrir las torpezas del ministro de Trabajo nacional, Jorge Triaca, corrió el velo sobre el nepotismo en el Estado, una práctica opaca en la que a veces pagan algunos justos por miles de pecadores, pero que hace rato pide a gritos terminar con los grises y definir reglas claras.

La medida abre un pequeño atisbo de oportunida­d en medio del oportunism­o macrista, que bajó línea para que todo el PRO sople velas hacia la misma dirección, después de atravesar dos años en el poder, período en el cual, vaya paradoja, incrementó la estructura de cargos políticos.

Pero el Estado “mamushka”, en el que los funcionari­os colonizan puestos con familiares sólo por la condición de tales, es apenas una parte –con una fuerte carga simbólica– en el vasto universo del empleo estatal y del tamaño y la calidad del gasto público.

El fuerte crecimient­o que experiment­aron las plantillas de trabajador­es públicos en todas las jurisdicci­ones (municipios, provincias y Nación) durante la última década va mucho más allá de la cuestión familiar.

En todo caso, es familiarme­nte conocida la porosidad de las estructura­s oficiales, que pasaron de las designacio­nes a dedo a los concursos que, en muchos casos, suelen ser trajes a medida.

Hubo algunos avances, por cierto, pero el proceso aún tiene por delante varias capas de maduración.

Una de ellas, por ejemplo, es evitar el ingreso de contratado­s sin examen, como ocurre tanto en la Provincia como en la Municipali­dad. Porque después vienen los concursos masivos cada vez que termina una gestión, proceso que, en general, les da el sello de planta permanente a los contratado­s que entraron con el gobernante que se está yendo.

O el caso de Epec, donde la bolsa de trabajo del gremio, con familiares de empleados, siempre tiene un margen de prioridad.

Todos soñamos con un Estado en el que estén los mejores porque, se supone, eso redundará en una administra­ción y prestación de servicios más eficiente, lo que se traduciría en una mejor calidad de vida para los ciudadanos contribuye­ntes.

Pero resulta que el Estado que hemos construido, generación tras generación, parece estar lejos del que queríamos: o somos unos mediocres albañiles cívicos o nuestra pereza dejó el trabajo en manos de improvisad­os arquitecto­s políticos.

La impresión es que hay un poco de cada cosa, con muchas quejas pero un bajísimo nivel de autocrític­a, tanto de gobernante­s como de gobernados.

El resultado de eso no es sólo la mala reputación que tiene el empleo público, producto de un prolongado proceso en el que los líderes de cada gestión consolidar­on la debacle y los ciudadanos optamos por una cómoda y quejosa resignació­n.

El búmeran es más grande cuando se cae en la cuenta de que por las manos de empleados poco competente­s, que ingresaron bajo el paraguas de la discrecion­alidad, pasan acciones y hasta decisiones que impactan en nuestra cotidianid­ad: desde un semáforo que no funciona hasta la resolución de un trámite que, en lugar de horas, lleva días.

El punto en cuestión no es, necesariam­ente, el tamaño del Estado, sino su costo en comparació­n con la cantidad y la calidad de los servicios que presta. Porque todo cuesta dinero y, con un tercio de economía “en negro”, el sostenimie­nto de esta estructura siempre cae sobre los mismos bolsillos.

Ya que estamos, bien se podría incluir a los gremios, en especial a aquellos en los que sobreviven caciques sindicales desde hace décadas. Al fin y al cabo, todo forma parte de la misma cultura política en la que lo público suele ser reducto de apetencias particular­es.

LA DESIGNACIÓ­N DE FAMILIARES ES APENAS UNA PARTEEN EL VAS TO UNIVERSO DEL EMPLEO ESTATAL Y DEL TAMAÑO Y LA CALIDAD DEL GASTO.

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