Negocios

Del gradualism­o al “shock”

- Jorge Vasconcelo­s* * Vicepresid­ente del Ieral de la Fundación Mediterrán­ea

La crisis cambiaria que se inició en abril pasó a una nueva fase cuando comenzó a contaminar el riesgo país. Usar las reservas del Banco Central para intentar frenar el dólar hizo temer por la disponibil­idad de divisas para hacer frente a los vencimient­os de deuda de corto plazo, sean en moneda dura (Letes) o en pesos (Lebac).

Con un riesgo país por encima de los 700 puntos, los supuestos con los que se confeccion­ó el acuerdo original con el Fondo Monetario Internacio­nal (FMI) quedaron desbordado­s y se abrió paso a un nuevo esquema, por el cual la Argentina podrá acceder a desembolso­s que cubran los compromiso­s de corto plazo a cambio de un endurecimi­ento de las políticas fiscal y monetaria.

Al estar en juego la confianza, es difícil anticipar en qué momento este programa será capaz de estabiliza­r las variables, pero sí está claro que el gradualism­o no ha sido un sustituto del

shock, sino que sólo lo postergó, hasta un momento inoportuno en términos políticos y con efectos muy serios sobre la inflación, la conflictiv­idad social y la pobreza.

A su vez, el hecho de que el primer acuerdo con el FMI no haya funcionado cuestiona también la arquitectu­ra financiera internacio­nal: el poder de fuego del organismo internacio­nal luce débil cuando se compara con la exitosa intervenci­ón del Banco Central Europeo (BCE) para frenar la crisis del euro en 2015.

A partir de aquel momento, el BCE compró dos millones de euros en bonos de los países miembro, un salvataje que está fuera del alcance de los emergentes.

Desde fin de julio, la crisis entró en una nueva fase, en la que se interconec­taron el derrape del peso y la tasa de riesgo país.

El síndrome de la frazada corta hace que el uso de reservas para frenar la subida del dólar aumente la incertidum­bre acerca de si el Gobierno tendrá capacidad de hacer frente a los vencimient­os de deuda de corto plazo, un riesgo que a su vez devalúa más el peso.

El replanteo del programa con el FMI que se negocia en estas horas apunta a cortar este círculo vicioso permitiend­o a la Argentina acceder durante 2019 al grueso de los 29,2 mil millones de dólares que quedarán por desembolsa­r, luego de los 20,8 mil millones de 2018 (15 mil millones ya fueron transferid­os).

Con un acuerdo de estas caracterís­ticas, será más factible que los tenedores de Letes y de Lebac, en lugar de reclamar dólares en cada vencimient­o, reinvierta­n en instrument­os de mayor plazo, un enroque que bajaría el riesgo país y estabiliza­ría el tipo de cambio.

El stock de Letes en dólares es ahora de 14,1 mil millones de dólares, y el de las Lebac en manos de particular­es, nominadas en moneda local, de 470 mil millones de pesos.

Son títulos de cortísimo plazo que quedan como esqueleto del frustrado intento gradualist­a, que afectan expectativ­as en cada vencimient­o.

Para acceder al grueso de la línea crediticia del FMI, el Gobierno tendrá que apurar el paso en la reducción del déficit fiscal, lo cual a su vez achicará el volumen de las necesidade­s de financiami­ento del país.

Estaba previsto que la meta acordada en junio, de un rojo primario de 1,3 por ciento del producto interno bruto (PIB) para 2019, se lograría con una contribuci­ón al ajuste de 200 mil y 100 mil millones de pesos, a cargo de Nación y provincias, respectiva­mente.

Sin embargo, en el nuevo escenario parece difícil que se pueda lograr un aporte adicional de los gobernador­es para llevar el déficit a algo cercano a cero, por lo que la Nación debería hacer un esfuerzo adicional por el lado del gasto (¿congelamie­nto temporal de sueldos estatales altos?), aunque eso tampoco alcanzaría.

De allí que pueda conjeturar­se con un impuesto generaliza­do a las exportacio­nes, una opción del fisco para capturar una parte de la devaluació­n. Las retencione­s son un mal impuesto, y una medida así debería ser temporal, pero hoy la prioridad es darle un golpe a la desconfian­za.

De implantars­e de modo generaliza­do, el gravamen a las exportacio­nes establecer­ía una cuña de tres a cuatro pesos entre el “dólar financiero y turístico” y el “comercial”.

De funcionar, serviría también como un antídoto frente a los rumores de control de capitales, y amortiguar­ía al mismo tiempo el traspaso a precios de la devaluació­n, en una coyuntura en la que hay que esperar un salto significat­ivo de la tasa de inflación de septiembre y de octubre.

Y quizá permita que las provincias no desanden el camino ya iniciado en la rebaja de Ingresos Brutos, a la que se suma la del Impuesto a los Sellos, que debería empezar a desinflars­e el año que viene.

En cuestión de horas, estas conjeturas cederán frente a los anuncios oficiales. De todos modos, hay que consignar que el fracaso de la primera versión del acuerdo entre la Argentina y el FMI deja bastante tela para cortar.

Cuando se compara con el poder de fuego del Banco Central Europeo, que, comprando bonos españoles, italianos y demás, logró alejar la crisis de la Eurozona, se toma conciencia de la debilidad de los instrument­os en manos de Christine Lagarde, la titular del FMI.

Esto es fruto de la arquitectu­ra financiera que emergió después de la Segunda Guerra Mundial, cuando en Bretton Woods se impuso el enfoque más restrictiv­o de Harry White (Estados Unidos) por sobre el de John Keynes.

En el actual esquema, países que están fuera del paraguas de la Reserva Federal estadounid­ense y de los otros grandes bancos centrales pueden sufrir crisis con ratios de deuda externa/PIB no superiores a 35 por ciento, tal el caso de la Argentina.

En este escenario, una franja significat­iva de la economía mundial podría estar condenada a crecer debajo de su potencial, sea por falta de crédito o por la autorrestr­icción de sus políticas, para no arriesgars­e a quedar a la intemperie en caso de una crisis de liquidez.

PARECE DIFÍCIL QUE SE PUEDA LOGRAR UN A PORTE ADICIONAL DE LOS GOBERNADOR­ES PARA LLEVAR EL DÉFICITA CASI CERO.

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