Negocios

Gabriel Reusa, el cocinero de sus propios sueños.

Hace 15 años fundó Goulu, almacén gourmet y bistró. Ahora, retoma una idea que tuvo con Marcelo Periales (Neverland): un paseo de comidas con café concert.

- Diego Dávila ddavila@lavozdelin­terior.com.ar

Gabriel Reusa fundó hace una década y media Goulu, que comenzó como almacén, sumó luego un restaurant­e boutique y ahora va camino a convertirs­e en un espacio cultural.

Fue estudiante aeronáutic­o, fabricante de dulces, gerente bancario, asesor en marketing y finalmente cocinero para salvar su propio emprendimi­ento. En ese camino, se ganó un lugar en Córdoba que él mismo lo resume de manera simple: “Para los empresario­s, yo soy un cocinero. Para los cocineros, no soy del palo”.

–¿Cómo es eso de ser cocinero por obligación?

–En realidad, yo estudiaba ingeniería aeronáutic­a. Pero cuando vi que uno de mis profesores había dejado toda una vida en el proyecto Cóndor y se había quedado sin nada, decidí que eso no era para mí.

–Cambio de rumbo.

–En ese momento, fui a trabajar con mi viejo, “Pepe” (su nombre era Malcolm), a una fábrica de dulces en Brinkmann. Era el fotógrafo del pueblo, pero cuando eso comenzó a decaer, amplió una pequeña fábrica de dulces que ya tenía. Llegó a producir para Sancor. En plena hiperinfla­ción había una vorágine de trabajo. Pero empezó a decaer cuando todo se estabilizó.

–¡Qué curioso!

–En Brinkmann había un gran espíritu emprendedo­r. En 100 metros, uno podía encontrar cuatro industrias pequeñas. Además, los emprendedo­res no estaban tan atentos como hoy a la rentabilid­ad o a la ganancia. La idea era buscar el bienestar común. Pero fue el momento en que la industria nacional se desmoronó, así que volvimos a Córdoba.

–¿Otro cambio?

–Entré a trabajar en el Lloyds Bank. Hice una buena carrera, empecé como vendedor y llegué a gerente de la sucursal Rosario. Pero vino la crisis de 2001 y el banco se fue de la Argentina. En ese momento estaba casado y tenía cuatro hijos.

–¿Y entonces?

–Si algo me caracteriz­a es la capacidad de adaptarme a los camClub bios. Mientras estudiaba aeronáutic­a, hice la carrera de marketing en IES Colegio Universita­rio. Así que volví a Córdoba, desempolvé el título y empecé a vender consultorí­a, sobre todo en Villa María.

–¿Y cómo llegó a la gastronomí­a?

–En ese momento también vendía publicidad para la revista Punto a Punto. Marcos Goren y Bernardo Jusid tenían una página en internet que se llamaba Buena Vida Social Club y me convocaron para comerciali­zarla.

–Empezaba la movida “gourmet”.

–La movida de la gastronomí­a gourmet y de los vinos de varietales en Córdoba empezó después de la crisis. El problema era que se comunicaba, pero no había lugar donde consumirla. Entonces les propuse que Buena Vida Social se convirtier­a en un almacén, pero ni a Marcos ni a Bernardo les entusiasmó. Yo estaba embalado, así que me metí en este proyecto.

–¿En qué año comenzó?

–Era 2004. Después de la crisis y con la sustitució­n de importacio­nes, nacieron muchos emprendedo­res que hacían té, galletitas o fiambres gourmet. En estos 15 años, vimos el nacimiento, el brillo y la muerte de muchos emprendimi­entos.

–¿Por qué cree que sucedió eso?

–Eran brillantes, pero la constante de los emprendedo­res es la falta de apoyo económico y de estrategia. El cansancio derrota al emprendedo­r, agotado por tantos obstáculos. Por ejemplo, muchos, hartos de que un revendedor los explotara, salían a vender y se encontraba­n que el comercio los explotaba de la misma manera, con la complicaci­ón de que habían sumado un proceso y un problema más que resolver.

–¿Y cómo fueron los primeros años?

–Comenzó como almacén, sin vinos, porque al lado había una vinoteca. Eso era un problema, porque las bodegas invertían en marketing, pero los productore­s de alimentos gourmet, no. Alguien tenía que asumir ese costo y decidí hacerlo yo.

–¿Cómo?

–Todos los domingos íbamos a los partidos de golf, en una carpa ofrecíamos ciervo, zucchinis asados y productos para ese segmento, que tenía el poder adquisitiv­o para comprar algo diferente. Pero era muy difícil. Nos cansamos de que los alimentos se vencieran. Mis hijas iban a la escuela llevando como merienda un sandwich de salmón rosado, contentas, porque como era pescado, nadie les pedía.

–Pero le permitió instalar a Goulu.

–El principal logro fue que la gente empezara a valorar la calidad de lo que ofrecíamos. En 2007 decidimos que la mejor forma era abrir un restaurant­e, pero como bodegón, con banquetas, barricas y mesas altas. Pero la gente no quería eso, quería sentarse a comer, quería gastronomí­a.

EN LOS RESTAURANT­ES DE CÓRDOBA HAY MUCHO FRACASO PORQUE LA MAYORÍA HACE “COPY PASTE”. HAY POCOS PROYECTOS GENUINOS.

–De nuevo a reinventar­se…

–Ahí empezó otro proceso muy duro, porque la idea era ofrecer cocina, pero con más aspiracion­es. La búsqueda de cocineros fue terrible. En los primeros tres años pasaron 40, jóvenes recién recibidos que quería instalar su concepto, cuando el consumidor quería en la cocina lo que ya le habíamos dado en el almacén. La lucha siguió hasta que conseguimo­s a uno que no era cocinero.

–¿Cómo?

–Guillermo Ruiz era un panadero con un talento descomunal y lo convencí para que entrara en la cocina. Yo ideaba las cartas y él las interpreta­ba. Así fue por cinco años, al principio teníamos 24 posiciones, pero llegamos a tener 50.

–¡Explotó!

–Fue un momento de esplendor. Llegué a abrir un segundo Goulu en Nueva Córdoba, pero me fue mal.

–¿Cuál fue la carta más rara?

–Empezamos a hacer cocinas del mundo y eso me permitió aprender. La carta más loca fue la de la última cena del Titanic, un menú de 12 pasos que la hice dos veces, el 14 de abril de 2015 y de 2018, que reproducía el lujo de la cocina europea. Le gente vino de gala. Pero la más popular es La Divina Costilla, una costilla de larga cocción de novillo pesado. No puedo sacarla de la carta.

–¿Y qué pasó con esa sociedad?

–Nunca lo hablamos bien, pero se fue para no volver. Ahí me di cuenta de que debía meterme yo en la cocina. De todos los avatares de mi vida, fue el peor momento.

–¿Por qué?

–Era como si te colgaran un brasero con una mochila. Pero tenía que hacerlo, porque el puntaje del restaurant­e había empezado a caer, se caía mi sueño. Bajé la cantidad de posiciones a 25 y al año y medio me di cuenta que ya no quería entregar la cocina.

–¿Vos querías ser cocinero?

–Yo nunca quise ser el protagonis­ta absoluto. No quería meterme en la cocina. Pero no encontré a nadie que compartier­a mis objetivos y la cocina que yo quería. Yo siempre me sentí un rara avis del negocio gastronómi­co, porque para el empresario gastronómi­co yo soy un cocinero, pero para los cocineros, yo no soy del palo. En la gastronomí­a hay mucho verso, que ya no me banco.

–¿Cuál es el problema más complejo con el personal?

–Ya no tengo conflicto por falta de cocineros. Ahora, el problema es que hay jóvenes que no saben ver un reloj, no distinguen la harina, ven una receta y no diferencia­n una tasa de un pocillo. La falencia educativa es muy grande.

–¿Un restaurant­e con 25 platos no es demasiado pequeño?

–Es el tamaño del restaurant­e que yo quiero. En el mundo se avanza hacia este formato, para sostener la calidad. En la gastronomí­a boutique, la clave es la escasez. Varios proyectos apuntaron a la cocina gourmet con 50 a 60 cubiertos y no lo lograron.

–Están cerrando muchos restaurant­es. ¿Le preocupa?

–En la gastronomí­a de Córdoba hay mucho fracaso porque la mayoría hacen copy paste (copiar y pegar), hay pocos proyectos genuinos y diferentes. Todos se ponen en la misma calle, con el mismo arquitecto haciendo la misma cocina. Entonces, la variable para que la gente elija es el precio, el dos por uno, el happy hour y el descuento. No pueden facturar lo que dicen que facturan.

–¿Goulu no tiene descuentos?

–Nosotros rompimos la lista de precios. Todos los platos valen lo mismo. Vendemos experienci­as, la gente elige el plato por gusto, no por el valor.

–¿Cayeron mucho las ventas en 2018?

–No lo sentimos tanto, porque la estructura es chica.

–¿Cómo es el nuevo proyecto?

–La idea, en realidad, fue de Marcelo Periales (el creador de Neverland), que en 2011 quería hacer un mercado gastronómi­co. El proyecto es sumar el local libre que dejó La 14, al lado del restaurant­e, y se llamará Universo Goulu.

–¿Cuál es la propuesta?

–Mantendrá el bistró como nave insignia. Sumará un café de 50 a 70 cubiertos para cocina masiva y un pequeño teatro para espectácul­os de café concert y cabaret de nivel internacio­nal. Implica invertir 300 mil dólares y sumar 40 a 50 empleados. El plan es convertir a esta esquina (avenida Rafael Núñez y José Roque Funes) en “cabeza de playa” de la cultura gastronómi­ca, con pastelería y café europeo y bar para degustar vinos.

–¿Cómo se financia?

–Mediante un crowfundin­g con dos opciones: participar del proyecto como inversor o como accionista­s. Estamos buscando inversores que ingresaría­n con el 35 por ciento de las acciones. Es un momento que desalienta la inversión, pero hay mucha gente interesada. Es posible concretarl­o este año, porque la inversión no es muy grande.

–Por último, ¿qué significa “goulu”? ¿Goloso, en francés?

–Glotón sería la traducción más apropiada.

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(PEDRO CASTILLO) En la cocina. Reusa asegura que se convirtió en cocinero porque no pudo encontrar uno que compartier­a los objetivos y el perfil gastronómi­co que el público le pedía.
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