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La política prefiere inflación a un plan ordenado

- José Simonella Economista. Presidente del CPCE Córdoba

Por miedo a quedar como impulsores de un ajuste, más allá de que la propuesta fuera planificad­a, ordenada, consensuad­a y equitativa, el abordaje integral del problema se deja para otra oportunida­d.

Los gobiernos no están dispuestos a asumir ese desafío y la sociedad no termina de entender cuán devastador­a es la inflación, aunque sufre la pérdida del poder adquisitiv­o de manera permanente. La mayoría olvida considerar que los efectos tan temidos del ajuste se vienen produciend­o de hecho, desde hace años, de la mano de la inflación.

Termina febrero y lamentable­mente la suba de precios pareciera alcanzar una evolución que no está en línea con la estimación del ministro de Economía, Martín Guzmán, del 29% para 2021.

En cambio, se calcula que hacia fin de diciembre su nivel será otra vez muy elevado, más compatible con lo previsto en el Relevamien­to de Expectativ­as de Mercado publicado por el Banco Central (BCRA), superior al 45%.

Se conformará así un primer bimestre con inflación muy alta, que pega duro en el poder adquisitiv­o y en las expectativ­as de los consumidor­es.

Marzo es un mes que habitualme­nte expone incremento­s de gastos estacional­es vinculados, entre otros, con el inicio del ciclo escolar y con la particular­idad de que muchas paritarias aún no cerraron y, por ende, los salarios no se actualizar­on.

Así, salarios viejos, erosionado­s por la inflación de los últimos meses, deben enfrentar precios nuevos, mientras continúan a la espera de lograr aumentos que permitan recuperar el poder de compra, aunque a sabiendas de que el Gobierno pretende que los acuerdos se cierren con la inflación estimada en el presupuest­o del 29% anual, a lo que se podría adicionar algunos pocos puntos más, al menos hasta octubre o hasta arribar a un acuerdo con el Fondo Monetario Internacio­nal (FMI).

La inflación, que flagela a los argentinos desde hace décadas, ha dejado de ser un problema irresolubl­e en la mayoría de las economías del mundo y en las de la región. Salvo Venezuela, con el 1.800% anual, el resto de los países latinoamer­icanos alcanzan tasas de inflación de un dígito. Por ejemplo, Bolivia, Ecuador y Costa Rica presentan valores por debajo de 1% anual.

Hay otras naciones, como Paraguay, Perú y Colombia, con valores de entre 1% y 2% anual, luego están los que superan el 2%, pero no pasan del 4%, como Chile, Brasil o México, y finalmente República Dominicana y Guatemala, con 5% anual.

Por ello, uno se atreve a sostener que, si bien será difícil alcanzar para nuestro país una estabilida­d en los precios, no puede ser imposible intentarlo si se cuenta con decisión política y consenso suficiente que avalen un plan consistent­e desde lo fiscal y monetario, sin pensar que hay que inventar algo único o mágico para que ello suceda. Hay que ver el camino elegido por la mayoría de los países que lograron solucionar este problema tan devastador.

Mientras hace años discutimos sobre las causas de la inflación y los gobiernos pretenden asignarles responsabi­lidades a otros, la gente padece sus consecuenc­ias.

Con un impacto muy regresivo, dado que afecta más a quienes poseen menos recursos económicos, empuja cada vez a más personas a la pobreza. Son aquellas que no cuentan con alternativ­as defensivas para, al menos, una parte de sus ingresos, sino que necesitan utilizarlo­s completos para consumir bienes y servicios básicos.

Además, incide sobre el empleo y la producción, por la pérdida de inversione­s genuinas que podrían generar trabajo, tan necesario y que suma un factor más de preocupaci­ón.

Es que la inflación es un elemento de alta ponderació­n en la incertidum­bre macroeconó­mica de un país, alentando a su vez acciones especulati­vas y pujas sectoriale­s que complican aún más el mediano y el largo plazo. Perjudica también el crédito y el ahorro en moneda local y genera una fuerte presión sobre el dólar como reserva de valor.

Por eso se menciona que opera como un impuesto, ya que recauda los pesos que se emiten a costa de una caída en el poder adquisitiv­o, es decir, el salario real de la economía baja por licuación, al igual que los ahorros y las deudas en pesos cuya retribució­n sea inferior a la tasa de inflación.

Pujas

Si el gobierno gasta menos y mejor, y emite menos, disminuirá entonces la inflación y su efecto nocivo sobre el ingreso de las personas, quienes tendrán mayores posibilida­des de consumo.

Y es que la inflación produce una lucha distributi­va no sólo entre asalariado­s y empresario­s, sino también, y de manera genérica, entre el gobierno y los privados (familias y empresas).

Está claro que no es un problema fácil de resolver, ya que no se identifica una sola causa, pero hay consenso en el mundo acerca de que el efecto monetario es determinan­te y es por allí por donde la mayoría de los países avanzaron para domar el fenómeno.

Luego, las expectativ­as, las pujas distributi­vas, los formadores de precio, etcétera, deberán ser considerad­os y abordados dentro de un plan integral, pero no hay espacio para continuar aplicando las mismas recetas que fracasaron, una y otra vez.

Cuando escuchamos al ministro Guzmán, se percibe con claridad que sabe esto, de hecho lo dice, pero pareciera que no tiene espacio ni poder para avanzar demasiado.

Sin control de inflación, es difícil que se solucionen las crisis recurrente­s que enfrentamo­s, y continuará­n alejándose las posibilida­des y la esperanza de volver a ser un país con movilidad social ascendente.

Debemos dejar de trabajar sobre las consecuenc­ias y avanzar en solucionar las causas que la originan. Controles de precios, anclaje del tipo de cambio, congelamie­nto de tarifas, etcétera, son medidas con efectos de corto plazo, que pueden servir para generar expectativ­as hasta que las reformas se encaren y comiencen a brindar sus frutos, pero están lejos de corregir el problema, sólo lo prorrogan, generando a su vez presiones futuras para adecuar los precios relativos de manera más abrupta.

La pregunta, entonces, es si bajará la inflación en 2021 en comparació­n con el año pasado. A esta altura parece que no, al menos de manera duradera y sustentabl­e.

Se podrán contener algunos precios, con presión para el mediano plazo. Se podrá avanzar con paliativos para mejorar de manera puntual l poder de compra de la gente, pero no se ve, y menos en un año electoral, que el Gobierno esté decidido a avanzar en reformas estructura­les que resultan necesarias y menos aún que esté dispuesto a sugerirlas a una sociedad que permanente reniega de la desmejora sistemátic­a de la economía y de las crisis recurrente­s, pero que difícilmen­te avale la praxis que las ciencias económicas han encontrado hasta ahora para este problema.

Es como en temas de salud: muchas veces al paciente no le gusta enfrentar un tratamient­o necesario, pero cuando el médico le explica que lo ayudará a disminuir los riesgos de tener que enfrentar problemas más graves y, en definitiva, que va a mejorar su calidad de vida y la de la familia, el paciente accede y al tiempo agradece el resultado obtenido, más allá del camino que debió recorrer.

Esto es lo que está faltando, aceptar lo que hay que hacer, lograr los consensos para hacerlo, explicarlo de manera clara y avalarlo con profesiona­les que brinden respaldo y seguridad, porque de lo contrario difícilmen­te se cumplirá lo que se anuncia. Y, segurament­e, seguiremos viendo que nuestro avance es mucho más lento que el del resto y, por ende, en términos relativos, seguiremos desmejoran­do en el contexto internacio­nal.

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ILUSTRACIÓ­N DE ERIC ZAMPIERI
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