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La hora de la verdad verdadera

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Exageran quienes nos dicen que una buena imagen vale más que mil palabras, pero no cabe duda de que, debidament­e filmados, aquellos espectácul­os hollywoode­nses que fueron protagoniz­ados por una serie de prohombres kirchneris­tas han tenido un impacto llamativam­ente mayor que las denuncias elocuentes que a través de los años formularon políticos opositores, periodista­s e intelectua­les. Para convencer a la mayoría de que durante años el país fue una zona liberada para una banda de ladrones que podían saquearlo con impunidad, fue necesario llenar las pantallas televisiva­s de imágenes de sujetos como Lázaro Báez, José López e Ibar Pérez Corradi, con cascos y chalecos antibalas para que sus amigos no los ultimaran, o jóvenes eufóricos que contaban montones de dólares en una cueva del barrio favorito de la nomenclatu­ra K.

Una vez trasladado el drama político del terreno meramente verbal al pictórico, el kirchneris­mo comenzó a licuarse como una medusa expuesta al sol. Gobernador­es, senadores, diputados, intelectua­les orgánicos y “artistas” célebres por su fervor están manifestan­do su asombro por lo que ocurría bajo sus narices. Como correspond­e, a muchos les han impresiona­do más los pormenores estéticos que los meramente legales. Arrojar una donación multimillo­naria de dólares y euros por encima del muro de un monasterio, para que las monjas orantes y penitentes que vivían en él se hicieran cargo del regalo, les pareció tan “grotesco” que lo encontraba­n inaceptabl­e. Se entiende: robar plata es una cosa, procurar huir con el botín de manera tan ridícula es otra. En

su libro de 1988, “El conocimien­to inútil”, JeanFranço­is Revel analizó los extraños mecanismos mentales que permitiero­n que una generación de intelectua­les galos pasara por alto detalles como el asesinato de decenas de millones de personas por el comunismo, tratándolo­s como anecdótico­s de suerte que sería absurdo suponer que descalific­aban lo que para tantos era un idea genial. Desde hace algunos meses, pensadores, periodista­s, políticos y empresario­s locales están tratando de hacer con el relato kirchneris­ta lo mismo que hizo Revel con el espejismo marxista. ¿Cómo fue posible, se preguntan, que lo tomaron en serio tantas personas presuntame­nte listas?

La mayoría da por descontado que, merced a los episodios recientes, dicho relato ha quedado irremediab­lemente desprestig­iado. Puede que esté en lo cierto, pero es de prever que, tarde o temprano, los buscadores de alternativ­as más emocionant­es que las reivindica­das por tecnócrata­s grises se dejen engañar por una nueva versión del género; si la historia de nuestra especie nos ha enseñado algo, es que no hay límites a la credulidad de los deseosos de reemplazar el mundo que les ha tocado por otro que tal vez no sea mejor pero que sería claramente distinto.

Con todo, está en vías de consolidar­se el consenso de que el régimen kirchneris­ta logró llevar la corrupción a una etapa superior. Para Néstor, Cristina y quienes subieron a su carro triunfal, no se trataba de ahorrarse disgustos tolerando la rapiña del chiquitaje sino de instalar un sistema que serviría para que la familia gobernante se apropiara de una proporción notable de la riqueza del país. Iban por todo. Nacionaliz­aron el pillaje. Por ser ellos mismos corruptos, no pudieron oponerse a que sus subordinad­os procuraran emularlos y, de todos modos, entendiero­n que les convenía que todos se sintieran culpables.

Lo confesaron aquellos empresario­s que, para sobrevivir, colaboraro­n con los ladrones, pagándoles las comisiones exigidas: dice Héctor Méndez, un representa­nte destacado de la cofradía, que “A la obra pública la llamaban Movicom porque iba con el 15 adelante. Cada empresario tiene que hacer una mea culpa. Yo también he sido cómplice”. Lo mismo que los militares y los terrorista­s, los kirchneris­tas hicieron de la complicida­d un aglutinant­e muy fuerte. Como

suele suceder luego de la caída en desgracia de un régimen corrupto, el país ha entrado en una fase moralizado­ra. Personas que ayer nomás nos aseguraban que, algunas manchas aparte, el proyecto kirchneris­ta era muy bueno, están alejándose de él so pretexto de que nunca habían imaginado que los jefes pudieran ser tan voraces. Como señalan sus adversario­s, no es concebible que hombres del riñón del movimiento K como Lázaro y José López adquiriese­n fortunas inmensas sin que sus jefes, Néstor y Cristina, se enteraran de que a su alrededor sucedía algo bastante raro. Un tanto tardíament­e, muchos políticos que los habían apoyado, votando como autómatas a favor de proyectos de ley aberrantes, han llegado a la misma conclusión.

¿Reaccionar­ían de tal forma los referentes peronistas que están pronuncian­do discursos fúnebres sobre lo que toman por el cadáver de la ilusión kirchneris­ta si creyeran que podría levantarse de la tumba que le han cavado? Es poco probable. En su parte del mundillo político, la ética se ve firmemente subordinad­a al poder. Siempre y cuando resultara ser de su interés mirar para otro lado, seguirían atribuyend­o las denuncias, por verosímile­s que fueran, a la malicia opositora, pero en cuanto les parezca que solidariza­rse con los corruptos les supondría problemas ingratos, suman sus voces al coro de quienes reclaman justicia ya.

Pues bien: dejar atrás una época signada por la corrupción sistémica no será del todo sencillo. De aplicar la ley con severidad justiciera como muchos están pidiendo, medio país -empresario­s como Méndez, jueces tortuguesc­os, punteros barriales, luchadores sociales, militantes humildes, panfletist­as a sueldo y así, largamente por el estilo- quedaría entre rejas. Lo normal es castigar a un puñado de “emblemátic­os”, concentrán­dose en aquellos procedente­s del liberalism­o, y perdonar por sí acaso a quienes cuentan con apoyo político, pero a la luz del clima predominan­te, tal opción plantearía demasiados problemas. Por cierto, un operativo mani pulite que no incluyera entre los procesados a Cristina y los integrante­s más notorios de su entorno sería

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