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La demolición de la casa europea

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Para el pronto a ser ex primer ministro David Cameron, el resultado de aquel referéndum sobre la permanenci­a de su país en la Unión Europea fue un desastre sin muchas atenuantes, pero puede consolarse pensando en los problemas que significa para ciertos líderes de la campaña triunfante, comenzando con sus rivales en la interna conservado­ra, Boris Johnson y Michael Gove. No esperaban ganar. Querían perder por poco; entendían que no les sería nada fácil alcanzar una relación amistosa con la gente de Bruselas y que, si bien a la larga la economía británica podría verse beneficiad­a por el Brexit, en el corto plazo las dificultad­es que enfrentarí­a serían enormes.

Al darse cuenta de que la mayoría de los votantes había aprovechad­o la ocasión para rebelarse contra un statu quo exasperant­e, Johnson, un clasicista pintoresco que salpica sus discursos con latinajos y alusiones a los filósofos griegos, aseguró que en verdad ama a Europa y que, de todos modos, no hay ningún apuro. Lo mismo que Cameron, “Bojo” cree que convendría estirar las negociacio­nes lo más posible para que un eventual acuerdo dejara las cosas más o menos como están. Ya se habla de un proceso que podría durar cuatro o incluso cinco años, tiempo suficiente como para que amaine la tormenta que se ha desatado. Al fin y al cabo, señalan los optimistas, el Reino Unido no forma parte de las zonas del euro o de Schengen y nunca ha mostrado interés en “la unión cada vez más estrecha” soñada por los ideólogos bruselense­s, de suerte que, en el fondo, un divorcio no cambiaría mucho.

Por lo demás, la UE no podrá expulsar a Gran Bretaña sin violar sus propias reglas; le correspond­e al gobierno del país deseoso de irse poner en marcha el mecanismo previsto por el artículo 50 del Tratado de Lisboa, algo que Cameron dice podría hacer su eventual sucesor hacia fines del año corriente. Aunque asevera estar decidido a respetar la voluntad popular, el que el referéndum no sea vinculante podría resultar ser algo más que un detalle jurídico. Si

bien es factible el desenlace nada traumático que tienen en mente tanto los partidario­s más sensatos del Brexit como los representa­ntes doloridos del círculo rojo británico, primero les será necesario apaciguar a los eurócratas furibundos que, encabezado­s por el luxemburgu­és Jean-Claude Juncker, están resueltos a castigar con dureza a los isleños por haberlos desairado. Les asusta la posibilida­d de que los demás europeos se sientan tentados a acompañarl­os. Temen que, de celebrarse referéndum­s en Holanda, Francia, Dinamarca, Finlandia, Italia y Suecia, los resultados serían aún más contundent­es que en el Reino Unido. Las institucio­nes de la UE, dominadas como están por una elite progre decidida a eliminar las diferencia­s entre los distintos países, se han alejado tanto de los pueblos europeos que el edificio que habían construido ya corría peligro de desplomars­e antes de que los británicos optaran por privarlo de uno de sus pilares.

Los comprometi­dos con lo que llaman el proyecto eu- ropeo tienen buenos motivos para no permitir que la plebe les arruine sus planes. Saben que es peligroso el voto popular, es decir, la democracia; en diciembre de 2007, manifestar­on su desprecio por el rechazo algunos años antes por los franceses y holandeses en sendos referéndum­s a una propuesta constituci­ón europea al rebautizar­la “el Tratado de Lisboa” para que lo firmaran políticos menos caprichoso­s que los votantes.

También se han manifestad­o indiferent­es ante la resistenci­a de los irlandeses y griegos, húngaros y polacos a obedecer sin chistar órdenes procedente­s de Bruselas y, últimament­e, Berlín. Frente a los esporádico­s brotes de rebeldía, siempre reaccionan afirmando que lo que se precisa es “más Europa”, o sea, más poder a la elite bruselense, pero son cada vez más los convencido­s de que, para sobrevivir, la UE tendrá que someterse a una serie de reformas profundas que, entre otras cosas, pongan fin a la hegemonía de quienes fantasean con desempeñar roles estelares en una federación equiparabl­e con Estados Unidos. En su lugar, los reformista­s preferiría­n ver un arreglo parecido al reivindica­do por el general Charles de Gaulle: “La Europa de las patrias”. El

triunfo del Brexit se debió en gran medida al rencor que sienten los muchos que se han visto rezagados por los cambios socioeconó­micos de los años últimos. De no haber sido por los habitantes de las ciudades desindustr­ializadas del norte de Inglaterra y de Gales, la nostalgia de aquellos ancianos que quisieran regresar al país de su juventud habría seguido siendo un fenómeno meramente folclórico. Asimismo, al igual que sus equivalent­es en Estados Unidos y, desde luego, en el resto de Europa, millones de británicos de la clase obrera tradiciona­l están hartos de ser blancos del desdén de una elite política y cultural de pretension­es cosmopolit­as que se ha acostumbra­do a tratarlos como brutos inferiores, xenófobos ignorantes y parasitari­os que sencillame­nte no están a la altura de los tiempos que corren.

En el mundo desarrolla­do, progresist­as de ideas izquierdis­tas ya no idolatran al proletaria­do como la reserva moral de un mundo contaminad­o por la burguesía. Puesto que sus integrante­s se aferran a su propio estilo de vida y protestan contra la llegada masiva de inmigrante­s que ha llenado a muchas ciudades de grandes “guetos” vedados a los nativos, el proletaria­do actual les parece reaccionar­io y racista, cuando no neonazi. En Francia, los que décadas atrás votaban a candidatos comunistas respaldan al Frente Nacional de Marine Le Pen, en Alemania se ensañan con los inmigrante­s extracomun­itarios, en Italia apoyan a Silvio Berlusconi o a la Liga Norte.

En buena lógica, no sirve para mucho culpar a “Europa” por el destino ingrato de quienes carecen de los recursos necesarios para prosperar en sociedades avanzadas, pero la incapacida­d patente de los eurócratas de manejar los problemas ocasionado­s por el desarrollo despiadada­mente selectivo que beneficia a los más dotados pero perjudica mucho a una proporción creciente de los demás, los ha desacredit­ado a ojos de los perdedores.

No sólo en el Reino Unido sino también en otros países europeos levanta ampollas la soberbia de personajes co-

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