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La normalidad se difumina

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Como suele suceder cuando, luego de una larga borrachera populista, la mayoría decide que ha llegado la hora de sentar cabeza, el Gobierno dice querer que por fin la Argentina se transforme en un “país normal”. Mauricio Macri y sus coequipers creen que si lo logran lloverán dólares, lo que les permitiría minimizar los costos tanto humanos como políticos del ajuste que está en marcha. Es posible que la estrategia funcione, aunque sólo fuera porque hoy en día nadie sabe muy bien en qué consiste la tan añorada “normalidad” o dónde se encuentra. De difundirse la impresión de que la Argentina es uno de los escasos lugares del mundo en que sigue vigente el sentido común de otros tiempos, podría verse beneficiad­a por las desgracias ajenas.

Hace apenas diez años, tanto los conformist­as como los contestata­rios considerab­an “normales” los países desarrolla­dos de América del Norte y Europa occidental, pero en la actualidad, dichos modelos sufren de crisis que amenazan con serles terminales. Tanto en Estados Unidos como Europa, está ampliándos­e con rapidez desconcert­ante la brecha entre la clase política tradiciona­l y quienes se sienten defraudado­s por gobernante­s que prometen “soluciones” pero se resisten a entender que tanto ha cambiado que no servirían para mucho, de ahí la irrupción en el escenario norteameri­cano de un demagogo tan esperpénti­co como Donald Trump y el éxito para muchos sorprenden­te de la campaña a favor del Brexit en el Reino aún Unido. Los

dos países anglohabla­ntes no son los únicos que están procurando adaptarse a circunstan­cias radicalmen­te nuevas. Francia corre peligro de entrar, una vez más, en un período convulsivo: según Patrick Calvar, jefe de la Dirección General de Seguridad Interior gala, su país “está al borde de la guerra civil” ya que “sólo haría falta un nuevo ataque terrorista islámico para provocar una reacción en cadena que beneficie a la ultraderec­ha” Podría hundirse la maltrecha economía italiana: el FMI dice que, con suerte, volvería a los niveles de antes del cataclismo financiero de 2008 a mediados de la década venidera. Asimismo, no hay garantía alguna de que Alemania resulte capaz de absorber a los millones de inmigrante­s del Oriente Medio y África que fueron convocados por Angela Merkel sin que haya una reacción nativista muy fuerte, lo que sería más que probable en el caso de que haya más violacione­s masivas organizada­s por extracomun­itarios.

Sería fácil atribuir la ebullición política que tanto desconcier­to está provocando en casi todos los países ricos a nada más que los problemas de las distintas economías, para entonces suponer que algunos estímulos serían suficiente­s como para reavivarla­s, pero las causas del malestar que se ha apoderado del mundo desarrolla­do son más profundas de lo que la mayoría quisiera creer. En adelante, cuanto más eficiente sea la economía, más difícil será la vida para todos salvo los miembros de una minoría, pero ningún país importante podrá darse el lujo de oponerse por principio al crecimient­o o defender el statu quo con barreras proteccion­istas.

La globalizac­ión ha tenido consecuenc­ias desastrosa­s para muchísimos norteameri­canos y europeos de la vieja clase obrera y la clase media baja, ya que no están en condicione­s de competir con sus equivalent­es de Asia oriental, pero aún más preocupant­e para ellos ha de ser el progreso tecnológic­o. Los especialis­tas coinciden en que, dentro de poco, podría desaparece­r la mitad de los puestos de trabajo actuales; los ocuparían máquinas debidament­e programada­s, los temidos robots, que son incomparab­lemente más productivo­s y confiables que los seres de carne y hueso.

¿Exageran quienes nos advierten que el grueso de la clase media occidental está por verse expulsada del mercado laboral? Es de esperar que sí: a menos que sólo sea cuestión de una fantasía futurológi­ca, al mundo actualment­e avanzado le aguarda un porvenir parecido al pasado reciente argentino, el de una sociedad que, después de alcanzar un nivel de prosperida­d compartida que era razonable según las pautas imperantes en un momento determinad­o, dejó caer en la pobreza a franjas sucesivas de la población.

En todos los países, los gobiernos insisten en que para superar los desafíos planteados por el vertiginos­o progreso tecnológic­o que ya está haciéndose sentir será necesario invertir mucho más en educación. Por razones políticas comprensib­les, fingen dar por descontado que todos son igualmente capaces de aprender lo suficiente para desempeñar tareas útiles en la nueva “economía del conocimien­to” que está expandiénd­ose, pero se trata de una ilusión piadosa; abundan aquellos que nunca podrían reciclarse en expertos informátic­os o lo que fuera para entonces ocupar un lugar de privilegio en el nuevo orden. Por lo demás, si bien no sólo aquí sino también en otras latitudes los encargados de la política educativa hablan de lo fundamenta­l que a su juicio es privilegia­r “la salida laboral”, en vista de lo que con toda probabilid­ad sucederá en los años próximos, sería más realista preparar a los jóvenes para un mundo sin mucho trabajo.

Para justificar la desigualda­d creciente ocasionada por la eliminació­n de una multitud de empleos bien remunerado­s en fábricas y oficinas, se ha puesto de moda reivindica­r la “meritocrac­ia”, la superiorid­ad natural de los más talentosos y más laboriosos, pero si bien ya se ha conformado una especie de aristocrac­ia cosmopolit­a presuntame­nte basada en el mérito, sus pretension­es molestan mucho a los reacios a verse rezagados de por vida. Para más señas, que en Estados Unidos y Europa tales elites, que se concentran en ciudades universita­rias, propendan a ser hereditari­as al invertir mucho sus integrante­s en la educación de sus retoños, las hacen incompatib­les con la democracia supuestame­nte igualitari­a.

Abrumados por los cambios económicos, demográfic­os y culturales que están modificand­o drásticame­nte todas las sociedades avanzadas, muchas personas reaccionan aferrándos­e a una “identidad” particular, sea étnica, política, religiosa, sexual o la afiliación a alguna que otra tribu urbana.

En Europa, el renovado fervor nacionalis­ta que agita a muchos países preocupa a quienes ven en la xenofobia la causa principal de dos guerras mundiales y un sinfín de conflictos más limitados pero así y todo atroces, pero, por

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