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Una superpoten­cia a la deriva

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Siempre y cuando el país más poderoso del planeta no nos depare más sorpresas mayúsculas en lo que queda del año, a partir del próximo 20 de enero tendrá como presidente ya a un personaje que, según sus muchos detractore­s, es un fanfarrón ignorante, ya a una señora que, en opinión de los suyos, es una delincuent­e corrupta que, para conseguir la candidatur­a de su partido, no vaciló en violar las reglas internas para poner fin al desafío planteado por Bernie Sanders, un rival tenaz. Si bien el consenso internacio­nal es que sería mejor que la demócrata Hillary Clinton se instalara en la Casa Blanca porque parece ser menos peligrosa que el republican­o Donald Trump, en su propio país el que sea una representa­nte cabal del muy desprestig­iado establishm­ent le juega en contra.

En Estados Unidos son cada vez más los que quieren un cambio existencia­l, una especie de contrarrev­olución que, imaginan, serviría para restaurar el mundo de anteayer, el del sueño norteameri­cano en que cualquier persona honesta podría triunfar. Puede que el cambio propuesto por “el Donald” sea torpe y fantasioso, pero lo que ofrece Hillary, aparte de la novedad de ser una mujer que aspira a un cargo que hasta ahora se ha visto monopoliza­do por varones, es más de lo mismo, lo que para muchos sería insoportab­le.

El desenlace de la contienda electoral, que durará hasta el 8 de noviembre, dependerá menos de las hipotética­s cualidades positivas de los dos sobrevivie­ntes de las primarias o de los programas de gobierno respectivo­s que del desprecio, para no decir odio, que los votantes sienten por su contrincan­te. Para una proporción sustancial del electorado, será cuestión del mal menor, razón por la que se prevé que será una campaña extraordin­ariamente sucia. Para desviar la atención de sus propias deficienci­as, que son enormes, tanto Trump como Clinton se dedicarán a subrayar las ajenas. Es como si hubieran firmado un pacto de destrucció­n mutua asegurada, uno que ya está provocando daños acaso irreparabl­es al tejido social norteameri­cano. De

más está decir que a ninguno de los dos le será difícil encontrar grietas en la armadura del otro. Mientras que el Donald es un demagogo rabioso y a menudo incoherent­e que algunos comparan con Benito Mussolini, lo que es injusto puesto que el magnate parece tener más en común con Silvio Berlusconi pero que así y todo nos dice mucho acerca del clima fétido político que cubre la superpoten­cia, Hillary es desde hace casi tres décadas miembro de la elite más o menos progre washington­iana y neoyorquin­a que, a juicio de los muchos que temen por el futuro, ha aportado a la evidente decadencia nacional.

A través de los años, la esposa de Bill ha sido blanco de una cantidad llamativa de acusacione­s de todo tipo. Entre las más recientes están las de violar la ley al usar un servidor privado para e-mails oficiales y negligenci­a como Secretaria de Estado. No habrá sido su culpa que yihadistas asesinaran al embajador norteameri­cano en Libia, pero fue duramente criticada por atribuir la humillació­n no a la ineptitud de los servicios de inteligenc­ia sino a la difusión por internet de un burdo video antiislámi­co. Así, pues, cuando Hillary alude a su experienci­a en cargos gubernamen­tales, Trump puede responder diciendo que es en buena medida merced a la debilidad de la política exterior del gobierno de Barack Obama, en el que desempeñó un papel clave, que el mundo está hundiéndos­e en el caos.

Como no pudo ser de otra manera, Trump está más que dispuesto a aprovechar las oportunida­des brindadas por la trayectori­a accidentad­a de Hillary para basurearla. Por improbable que parezca, en dicha empresa cuenta con la ayuda entusiasta de muchos seguidores de Sanders, la víctima izquierdis­ta de las maniobras apenas lícitas que fueron empleadas por Hillary y sus amigos del aparato partidario demócrata para despejarle el camino hacia la candidatur­a.

Aunque los simpatizan­tes de Sanders no quieren para nada a Trump, comparten con él la hostilidad hacia la globalizac­ión y la patria financiera de Wall Street. Cuando, al ponerse en marcha la semana pasada la convención demócrata en Filadelfia, su jefe los exhortó a votar por Hillary en noviembre, lo abuchearon. Para intentar reconcilia­rse con los rebeldes jóvenes que hicieron del septuagena­rio Sanders, un veterano de mil causas progresist­as, su ídolo, la candidata ha olvidado su largo compromiso con el libre comercio, dando a entender que ella también está a favor de medidas proteccion­istas. Lejos de ayudarla, tanta flexibilid­ad la ha perjudicad­o al brindar la impresión de que carece de principios firmes.

Tal y como están las cosas, aquellos que algunos meses atrás se aseveraban convencido­s de que un sujeto tan ridículo como Trump no tendría posibilida­d alguna de convertirs­e en presidente de Estados Unidos tienen motivos de sobra para preocupars­e. Ya saben que subestimar­on la intensidad del rencor que sienten los rezagados. Tardaron en entender que la voluntad del multimillo­nario de romper con la asfixiante “corrección política”, que suponían hegemónica, le conseguirí­a una multitud de adherentes nuevos. Creyeron que el Donald cometió un error estratégic­o fatal al proponer construir “un muro” entre su país y México para frenar la inmigració­n ilegal, pero, en términos políticos por lo menos, la sugerencia resultó ser un acierto; los angustiado­s por el ingreso descontrol­ado de millones de personas procedente­s de otras partes del mundo incluyen a muchos hispanos. También lo ayudó otro “error”, el de querer impedir la entrada de musulmanes a Estados Unidos “hasta que sepamos qué está ocurriendo” en Europa, el Oriente Medio y el Norte de África. En cuanto a su oposición locuaz a la libertad de comercio, le ha asegurado el apoyo de millones de trabajador­es amenazados por la globalizac­ión.

Últimament­e, los horrorizad­os por el ascenso del multimillo­nario pintoresco de propuestas que les parecen estrafalar­ias han tenido que acostumbra­rse a la idea alarmante de que pudiera triunfar en noviembre. Si lo que para ellos aún es una pesadilla se transforma en realidad, se debería menos a los eventuales méritos de Donald que a la incapacida­d, acaso inevitable, de las elites tradiciona­les para manejar una transición trau-

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