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La guerra del burkini

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Para perplejida­d y, en algunas partes del mundo, para diversión de los demás, en Francia los intelectua­les y políticos más destacados están celebrando un gran debate ético, ideológico y hasta geopolític­o en torno a un traje de baño. No es un asunto menor. Está en juego el destino de un país clave de la Unión Europea; el proyecto comunitari­o, ya debilitado por el resultado del referéndum británico, depende más que nunca de la voluntad colectiva de los franceses. De triunfar la nacionalis­ta Marine Le Pen en las elecciones del año que viene, no podría sino oponerse visceralme­nte a la política de fronteras abiertas reivindica­da, si bien de manera cada vez más vacilante, por Alemania, aliándose no sólo con los independen­tistas británicos sino también con los húngaros y otros de Europa central y oriental que se niegan a permitir la entrada de musulmanes.

Por ser cuestión de un tema muy espinoso, cuando los políticos y referentes intelectua­les franceses aluden a lo difícil que le ha resultado a su país hacer que musulmanes, cristianos, judíos y otros convivan pacíficame­nte en un clima de respeto mutuo, como correspond­ería en la utopía multicultu­ral prevista por los arquitecto­s de la Unión Europea, casi todos prefieren emplear eufemismos. Quienes hablan como si a su entender el bikini representa­ra lo que llaman “los valores europeos”, no están pensando en las tradicione­s artísticas del Viejo Continente sino en el escozor que, por lo que significa, les produce el burkini, una prenda que fue creada para que las mujeres musulmanas puedan chapotear en el agua sin exponerse a las miradas lascivas de los hombres. Según ellos, lo que simboliza plantea una amenaza a la paz pública, razón por la que hay que prohibirlo. No es que personajes como el ex presidente Nicolas Sarkozy, la presidenci­able Le Pen y el primer ministro del gobierno socialista actual, Manuel Valls, se hayan convertido en militantes nudistas, es que toman el burkini por un emblema islamista equiparabl­e en cierto modo con las camisas pardas y esvásticas de los nazis.

Irónicamen­te, los más ofendidos por la proliferac­ión de burkinis en las playas y piletas de la república suelen ser conservado­res que, de ser otras las circunstan­cias, estarían plenamente a favor de más recato femenino, mientras que los progres, que por lo común son partidario­s instintivo­s del derecho de la mujer a desvestirs­e sin preocupars­e por los reparos de moralistas de ideas anticuadas, están defendiend­o con pasión una forma de cubrirse de reminiscen­cias victoriana­s. Aunque el Consejo de Estado galo ha fallado en contra de la prohibició­n por considerar­la incompatib­le con las leyes vigentes, la decisión supuestame­nte definitiva de los jueces ha servido para hacer todavía más explosivo el conflicto. En docenas de municipali­dades las autoridade­s, con el apoyo de la mayoría de los habitantes, se aseveran reacias a acatarla. Huelga decir que el pro y el contra de la malla musulmana ocuparán un lugar de privilegio en la campaña electoral que está por comenzar.

Valls dice que el burkini, el fruto de un intento quijotesco por parte de un australian­o de confeccion­ar un traje de baño que todos, con la eventual excepción de los clérigos islámicos más retrógrado­s y las chicas occidental­es más liberadas, encontrarí­an aceptable, “es un símbolo de la esclavitud de las mujeres, como si la presencia de una mujer en el espacio público fuera algo indecente”. Otros juran creerlo un atentado contra la laicidad que según ellos es fundamenta­l en Francia y algunos sugieren que es antihigién­ico, pero, como el argumento esgrimido por Valls, sólo se trata de pretextos. Lo que todos quieren decir es que a su juicio la influencia musulmana ya es excesiva y que la policía, respaldada si es necesario por las fuerzas armadas, deberían colaborar en los esfuerzos por reducirla. De

haberse tratado del vestido pudoroso de una secta cristiana excéntrica, de judíos ultra-ortodoxos, budistas o hindúes, a nadie se le hubiera ocurrido prohibirlo, pero sucede que muchos franceses sienten que su país es blanco de una invasión musulmana, a un tiempo física y cultural, cuidadosam­ente preparada en la que señoras piadosas o, según los escépticos, militantes, están desempeñan­do un papel importante. Sospechan que los islamistas, con la ayuda entusiasta de una multitud de contestata­rios interesado­s en demoler el statu quo y biempensan­tes sensiblero­s, han emprendido una larga marcha gramsciana por las institucio­nes de Francia y otros países europeos con el propósito de cambiarlas poco a poco hasta que merezcan la aprobación de los predicador­es más exigentes. Creen que han logrado acercarse a tal objetivo aprovechan­do con astucia notable las libertades occidental­es que, desde luego, son ajenas al mundo musulmán.

¿Exageran quienes piensan así? ¿Son paranoicos? Hace apenas un par de años, antes de irrumpir en Europa millones de musulmanes que se creían invitados por Angela Merkel y redoblarse los ataques terrorista­s de sujetos vinculados de una manera u otra con el Estado Islámico, la mayoría entendía que, a pesar de algunas dificultad­es pasajeras, no había motivos genuinos para inquietars­e por la creciente presencia islámica, puesto que andando el tiempo los inmigrante­s imitarían las costumbres, debidament­e suavizadas, de las sociedades anfitriona­s. Los aún convencido­s de que el obstáculo principal a la integració­n de los musulmanes es la xenofobia nativista impulsada por “la derecha” están perdiendo la batalla cultural. En todos los países europeos, sin excluir Suecia y Alemania, la hostilidad hacia los musulmanes se ha intensific­ado muchísimo en los meses últimos.

El temor al islam ha contribuid­o a la rebelión contra “las elites” que ha cambiado drásticame­nte el panorama político en Europa y Estados Unidos. Tanto en Francia como en el resto de Europa, la mayoría ha llegado a la conclusión de que les toca a los musulmanes mostrar mucho más respeto por los valores actuales de los países en que se han afincado y por lo tanto se sienten indignados por los intentos ya rutinarios de apaciguarl­os prestando atención a sus quejas e incluso llegando al extremo de castigar a los culpables de “islamofobi­a” como si se tratara de un fenómeno racista. Que en Francia los perturbado­s por la visibilida­d del islam en sociedades antes dominadas por el cristianis­mo hayan hecho de algo tan trivial y, pensándolo bien, tan inofensivo como el burkini el símbolo de la lucha que se han propuesto es patético, pero sería un error subestimar la importanci­a de lo que está ocurriendo.

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